octubre2017

Todo está dicho

De repente todo oscila, se bambolea el tiempo
-que a veces tarda tanto y a veces dura tan poco-,
el corazón vacila, se parte en un vocablo
y se queda suspenso en un latido.

Se tambalean los recuerdos al borde de la memoria,
el futuro desconfía de sí mismo y el presente se esfuma
como una sombra familiar que se persigue
-también suele ser frecuente que las estrellas titilen,
aunque no está documentado que suceda siempre-.

Se camina tanteando los pasos, como si se anduviese a oscuras
-¿dónde estará la luz de este pasillo del porvenir?-
trastabillando entre pies y dudas,
mientras se recorre el laberinto que antes no estaba.

Y después, nada y todo,
pérdidas y ganancias,
humo de niebla, éter derretido, zumo de espuma,
palabras, palabras, palabras,
que se repiten incansablemente,
interrumpidas sólo para que se consuma
la preferencia mutua de las bocas.

Cuando se nos sale de los labios la palabra amor,
todo está dicho y, sin embargo,
todo
queda por decir, con esos mismos labios,
desde ese mismo corazón.

Sigue en mí, hazme y deshazme, retenme otro rato,
no me dejes salir vivo de esta perplejidad.

O tiembla tú, también perpleja,
para sincronizar nuestros escalofríos y la adolescencia,
que aún nos queda todo por decir, amor,
ese mismo todo que siempre está dicho
y que ya sabes.

De cuando estuve en el congo

De cuando estuve en el congo mantengo
el miedo intacto en su jaula de sombra,
la impaciencia arañándome los timbres
y una extraña insistencia de las olas
en revolcarme sobre cada playa.

Aunque todas las tintas se desgastan,
aun me estremece la barra de labios
que dibujó las cruces de aquel mapa
en el que siempre estuvimos perdidos.

Guardo el deseo embotellado en mensajes
de los que siempre se levantaba acta
y siguen salpicados en el suelo
los cristales de la última palabra.

y el acto siguiente siempre indeciso.

Y guardo las uñas de las palabras
la misma playa que enciende el mediodía

Persisto en dudar del primer paso,

Chimenea

A los pies de la noche
me reconozco
al palpar la leña;
al intuir si el moho blanco
es signo de una humedad pasada.

Sé que al poner mi rostro
ante el fuego,
este me reconoce.

Soy mi casa,
soy mi fuego,
soy un minúsculo complot de muchas cosas.

Me reduzco finalmente
a un manojo adormecido:
pantalones azules,
camisa roja
y un perfil encendido,
por culpa de las llamas.

Ya todo está cálido, tranquilo,
excepto el café sobre la mesa
que yace olvidado,
frío,
detrás del sueño.

(Rafael Tobar)

Antes de dormir

Hablar a oscuras por la luz partida,
recreando una mezcla
de afecto y angustia que nos va acercando
lentamente
sobre un beso.

Permanecer atentos
cuando el verbo corroer se amortigua
sobre la pulcritud
de una pregunta que nadie nos hace.

Entonces, escrutar
el rumor que genera cada idea
discutible,
combatir el fragor
de los gestos idénticos
con señas inequívocas
elaboradamente descuidadas
hasta parecer un acto de amor
suspendido en el tiempo.

Fracturar esta pasión encogida
que me carcome, adoptar un enfoque
indolente,
desafiar al éxito ingenuamente
sin adorarlo en primera persona.

Y, en contra del instinto
de creer que uno siempre sabe cómo es,
amortiguar las dudas, su destello,
con agradecimiento
o contra una disculpa,
recomponerse en los labios del otro
y viajar con las manos
sobre un vientre doméstico.

Quisiera cambiar este poema inquieto
por una conversación lenta, larga,
plácida y sin sentido,
cuando los cuerpos olvidan su peso
y las lenguas pierden el final de cada frase,
que se difumina bajo unas sábanas mudas
con aspecto de mecánico cansado.

Pero nunca sé por dónde empezarla.

DE VISITA

Cuando llegue la hora, no hagas ruido.

La casa bulliciosa
olvidará tu paso al poco de irte
como se olvida un sueño desabrido.

No te valdrá el amor ni la paciente
entrega a su cuidado.

Márchate silenciosa,
suavemente.

Entre sus moradores, alguien crece
para quien defendiste la techumbre,
los muros y los altos ventanales
donde la luz cernida comparece
cada nueva mañana.

Es la costumbre:
Permanecer no entraba en el contrato
y es preciso partir
(de todos modos,
no pensabas quedarte mucho rato).

(Jon Juaristi, Diario de un poeta recién cansado, 1985)

Vejez

Tú me preguntaste que si en eso era
en lo que se notaba
la edad, que nos vamos haciendo viejos.

Y me pareció bien estar de acuerdo.

Que el cuerpo responda tan lentamente
a la tensión de las pieles, que empiecen
a aparecer nuestros excesos hechos
arruga o estría,
que todo duela con más mansedumbre,
que venga la acidez de lo perdido.

Que el pasado pese más que el futuro,
que cada instante se parezca mucho
a un pellizco lejano.

O que nos llamen de usted por la calle.

Parece que ya hubiera sucedido todo,
como si aquello que puede marcarnos
no tuviera sitio para ocurrir
y aquel beso no pudiera ser éste,
ni aquella chica la que ahora deja
caer su cabeza sobre nuestro pecho,
ni este deseo lo urgente que fue aquel.

Tanto tiempo hace de eso
que nos hizo estremecer que ya estorba
desecho el hervor, extinta la chispa,
amansada la fiera,
como si no tuviéramos edad
de negociar latidos
con fecha de vencimiento a la vista.

Recuerdo (y en eso se nota la edad,
parece) que cuando viví aquel tiempo
no tenía la conciencia
de estar estrellando una vida contra
el reloj desbocado.

Nada especial, nada, y, sin embargo,
lo recuerdo (y la edad se nota en eso,
parece) como un disparo concreto
en el centro del blanco.

Pero ahora sí sé que vivo todo
en el momento exacto.

Sé que esta brisa que apenas me roza,
será vendaval en la memoria.

Me preguntaste que si en eso era
en lo que se notaba la edad
y que nos vamos haciendo viejos.

Pero, después de haberlo pensado,
creo que ya no estoy nada de acuerdo.

En lo que me noto el paso del tiempo
no es en el deterioro de los cuerpos,
sino en este ir perdiendo la inconsciencia,
que era el mejor de todos los regalos
donados por la vida.

Mejor regalo que todos los sueños,
mejor regalo que aquella esperanza,
mejor regalo, incluso, que el regalo
del amor.