diciembre2017

Usar el nombre de la felicidad

Atacará intensamente
con sus luces de colores y sus frases hechas.
Tragaremos un exceso de barbudos
y habremos de atravesar un bosque infinito
de abetos humillados.

Tendremos que soportar
la soberbia de los petardos,
el fin del mundo envuelto en villancicos
y la agonía de las colas interminables
de autovías y supermercados.

No habrá más remedio
que poner buena cara
cuando nos feliciten a traición
esos cuyo nombre no recordamos.

Pero hay que consolarse sabiendo
que, por duras que sean,
no hay navidad ni nochevieja ni cabalgata,
que puedan detener la cuesta de enero.

Así que no pasa nada
si en un momento de debilidad
o de descuido,
caemos en la tentación de usar
el nombre de la felicidad en vano
o brindamos crédulamente mientras sonreímos
o nos abrazamos al vecino de asiento
con inusitada confianza.

Tengamos paciencia con su entusiasmo aprendido
y que tengan paciencia
con nuestra vehemente amargura,
que ya va quedando menos calendario
para vibrar o quejarse.

Tengamos paciencia porque,
a pesar de todo, afortunadamente,
más allá de los resúmenes del año
y de los programas con brindis,
la vida seguirá igual de turbia
para los de siempre.

Horas corrientes

Porque las horas corrientes también
son mi vida,
porque las rutinas hacen doméstico
nuestro tiempo
y lo miden con nuestra talla, porque
todo lo repetido
pesa profundamente sobre los corazones,
quiero mantener a salvo de este año
que termina
esas horas comunes,
que son comunes a las de otras vidas.

Los minutos en que me inventaba
esas palabras que decirte al oído,
las horas en las que alguien imagina
encuentros fugaces, el ordinario momento
de fregar una sola copa y hacer una cama
revuelta solo por el lado izquierdo.

El tránsito inútil por escaleras
que siempre llevan a los mismos sitios,
el tiempo de los atascos, las colas
en la caja de los supermercados,
las conversaciones conmigo mismo
sobre asuntos que ahora
ya ni siquiera importan.

Pareciera
que, en esta vida, aquello
que no quema
es que no está encendido,
que lo que no brilla por un instante
no tiene luz. Puede que sea verdad
y que vivir sea ir perdiendo destellos
por entre la inmensidad de lo oscuro.

Pero yo espero todas esas horas
comunes y corrientes
del año que viene con la alegría
de quien reconoce algunos milagros
cotidianos.

Porque lo extraordinario
no es eso que nos pasa,
sino quienes toman como prestado
un instante casual de nuestra vida
y con su brillo propio nos lo rozan.

Transforman lo fugaz en permanente
y nosotros construimos
con ese momento cualquiera
necesaria memoria embellecida.

Tres minutos de frío

A algunas tardes les pido,
como a todos los veranos del universo,
que me traigan tres minutos de frío.

Que el corazón se me aparte
sobre la encimera de la cocina
mientras estoy fregando los platos,
que la garganta me pique al pensar
ciertas palabras que se vuelven humo y ceniza,
que las rodillas no aguanten
el peso de la desolación descarnada
y me lleven al suelo por la gravedad.

Y luego, tres minutos después,
a volver a saltar como si hubiera salido indemne,
como si los sueños fuesen lo único verdadero.
Luego repetir los mismos pasos
a oscuras en el túnel abriendo las manos
ante la sombra del desequilibrio venidero,
agazapado en la oscuridad.
Y más tarde luz y taquígrafos
y un suave folio blanco en el que envolver
el instante que ya solo es
memoria del rencor hacia la vida.

Pero tres minutos de frío necesito,
sólo tres, nada más. Porque para apreciar
el calor cotidiano de un cuerpo tibio
extendido horizontalmente sobre las mismas sábanas
que yo arrugo bajo mi insomnio,
hace falta ser capaz de derretir
tres minutos de frío.

Nada grave

Apenas un corte, nada grave,
el dedo que se raya con un folio,
los labios resecos,
el pinchazo de una espina,
el roce de un cuchillo por las yemas,
la picadura de un mosquito,
una pestaña en el ojo,
una sequedad en la boca.

Apenas nada grave
es lo que pasa entre nosotros,
pero me duelen las manos
al acariciarte,
me escuecen los labios
en tu boca
y me cuesta abrazarte.

Nada grave, excepto
esta dolorosa inquietud
que me susurra que entre tú y yo
ya no pasa nada grave.

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Feroz navidad

Del estrépito de atascos y sirenas
a las calles engalanadas,
de las uvas de la suerte
hasta un escombro masacrado de Siria,
de los nombres amados, marcados a fuego
en calendarios impasibles
ante el dolor de los huesos,
hacia la lotería sin calvo
como último reducto de la esperanza.

De la rapiña legalizada y elegante,
de la cotización del langostino tigre
en los supermercados de moda,
del viernes negro, de los lunes raros,
de las tardes de villancicos
que murmuran mantras
en el hilo musical
de las grandes superficies
inhabitables,
hacia los reyes magos electrónicos
y las felicitaciones por Whatsapp
como último reducto de la ternura.

De la lista ordenada y reincidente
de todos mis delitos cometidos,
de cada punto final que sólo puede
embellecerse con viejas letras,
de esta soledad menos esperanzada
que la infinita ausencia anterior,
hasta el perro de esta máquina de teclas
que solo sabe ladrarme tus ojos de plasma
como último reducto del corazón.

Yo sé que la vida, igual que el espectáculo,
siempre debe continuar
aunque habitemos tiempos lánguidos y correosos,
aunque el deterioro nos acobarde el espíritu,
aunque hace ya mucho que aprendimos a verle
los huesos desnudos a la noche.

Debe continuar la vida entre neones
aunque nos caiga otra vez encima
esta feroz navidad de cada año,
cuando todos nos empeñamos
en desearnos mutuamente
todo aquello que luego
nunca sucede
o que sólo sucede
cuando dejamos de desearlo.