febrero2018 (Página 2 de 3)

Ojos

Déjame mirarte a los ojos,
que descanse un momento en su nieve,
que me arme de valor de nuevo.

Déjame cortarme con su acero,
traspasar el horizonte de su brillo,
empaparme con su humedad.

No quiero asustarte, tan sólo
atrapar el instante, sobrevivir
al silencio incesante de las palabras,
intentar un malabarismo y mirarte
como si no nos conociéramos de nada.

Quiero saber cómo estoy, déjame
mirarte a los ojos, cuenta hasta tres,
parpadea vigorosamente para ahuyentarme
las mentiras, apriétalos como cuando duele
y entórnalos despues en una playa,
suavemente, méceme entre las olas,
rescátame de los naufragios,
mírame.

Y déjame mirarte aquellos primeros ojos,
los últimos, los que nunca he visto,
los que tienen sed, los risueños.

No te haré perder mucho tiempo, descuida,
una noche, una semana, un abril,
una vida será suficiente,
aprendo rápido.

Libro

Entre las hojas de todos los libros,
como ocurre entre cuerpos que se rozan,
siempre hay más que palabras.

Llevan un tiempo adherido al papel,
como una marca de agua
que solo reconocen las memorias
que tengan doblada la misma esquina
de una página.

Las hojas de este libro,
como un otoño plantado en las cosas,
tienen el suelo repleto de comas
y puntos suspensivos,
de páginas arrugadas por el frío
y la lluvia,
de párrafos que siempre se desnudan
en camas solitarias.

Aún recuerdo
que entre las suaves hojas
de este libro
tuve una flor guardada.

Ahora la busco con el espanto
de encontrarla aplastada
entre palabras que continuan rígidas
como si se sintieran vigiladas,
ahogada en las olas
que agitan un pequeño mar de tinta
o deshecha
entre capítulos sin terminar
de una historia agridulce.

Entre las hojas de todos los libros
siempre hay una flor guardada.

Con el miedo
de haber perdido la vida escribiendo
palabras que siempre serán pasado,
abro el libro, no sé, por cualquier página,
y mientras me leo en sus versos antiguos
me invade la memoria
el aroma sutil
a piel sobresaltada.

Si, mi flor sigue aquí,
y con todas sus espinas intactas.

Trastero

Desde el trastero de una casa rota
se ve lo leve que es el desacuerdo
entre olvidar y recordar sin gana.

Porque entonces se entiende
el tránsito sutil y doloroso
que troca en trastos viejos
lo que antes nos parecieron tesoros.

Hay un cajón, un desván,
algún sótano,
en donde amontonamos ferozmente
las filas silenciosas
de nuestro ejercito mudo de estorbos.

Cómo podría saber
empolvado en el trastero de quién
tiembla mi recuerdo
-quiero decir, mi olvido-
esperando sin fin
a que unas manos serenas,
una tarde gris de primavera,
le levanten el castigo.

Con el último cacharro rescatado de la estantería,
subiendo las escaleras del patio
que terminan bajo el celindo
florecido y oloroso,
con la noche palpitando en las esquinas,
mi último escalón fue el desconsuelo
de recordar tus ojos
cuando te enredabas en mi pelo
y me llamabas, en voz baja,
”mi tesoro”.

Carta de amor

¿Crees tú que alguien feliz
debe, puede, sabe coger teclados
y escribir cartas de amor? ¿O más bien
debería dedicarse a repasar
muy cuidadosamente
la sinuosa línea de unos labios
que le están sonríendo desde la cama?

Como un aceite que escurre viscoso
sobre la piel tendida que se desea
y la empapa despacio, hacia el origen;
como mano que aparta
cabellos del hombro en el que se quiere
apoyar una vida,
como un gemido que casi no tiene
que tocar el aire para pasar
de una boca
a otra igual de expectante,
puedo decir ahora que jamás
recibí cartas de amor tan hermosas
como esas que se escriben
sin usar la más mínima palabra.

De hecho, no existen las cartas de amor.

Todas esas que pueden parecerlo
y que suelen dejar un sabor dulce
sobre los ávidos ojos lectores
que las camuflan luego
entre las páginas de cierto libro
o en un cajón, no son cartas de amor,
sino cartas de ausencia
que, luego o más tarde, según el caso,
se impregnan de ese olor a papel viejo
que amarga las victorias.

Mapa

Tarde o temprano ya nada es secreto
porque todas las magias
se rompen por el verso más endeble.

Por el hilo más fino sale el agua,
por la mano más tensa huye la arena,
de la red más tupida escapan peces.

Las cerraduras no están concebidas
para permanecer siempre cerradas,
su artificio es abrirse
tras el giro de la llave precisa
y mostrar lo que guardan.

Antes de ser planeada
ya tiembla cada clave por la espera
de una mano firme que la descifre.

Ninguna contraseña se resiste
al empeño ardoroso de los piratas.

Por la boca del mapa
se mueren los tesoros.

En sus cruces marcadas
se extinguen aquellos pasos que dimos
sobre una famosa ciudad prestada
del mismo modo que mueren ahora
todos los tropiezos de una memoria
mal doblada
en la indiferencia de los cajones.

En sus cruces marcadas
se extinguen aquellos pasos que dimos
sobre una famosa ciudad prestada
del mismo modo que expiran ahora
en la indiferencia de los cajones
viejos trayectos de nuestra memoria
mal plegada.

Flecha

Es la velocidad de cada flecha
la que administra el daño.

La penetrante forma de su punta,
la longitud del vástago,
los colores vistosos de sus plumas,
el material liviano
con el que percute, la ínfima brecha
por la que surca el aire,
solo son aderezos de la herida.

Pero es la rapidez con la que sale
de unos ojos certeros,
la celeridad con que va horadando
en mitad de la carne
una ráfaga de memoria abierta
que se clava hasta el fondo,
imborrable,
arraigando inseparable de la herida
que nos transforma en otro para siempre,
lo que temo.

Porque es la parsimonia con la que huye,
la demora en romper
la historia de dos cuerpos incrustados,
la lentitud salvaje
del tiempo largamente amoratado,
el tardo picor de las cicatrices
desatando soledades disjuntas,
lo que tanto me duele.

Con su disfraz brillante de bolígrafo
y su mudo idioma de isla metódica,
souvenir de aquel viaje
que nunca nos llevó a ninguna parte,
tapada por prendas que no me pongo
desde que tus manos me las quitaron
un dia inolvidable,
aparece encubierta en los cajones
una flecha inocente.

Pero quien, en aquel tiempo de besos,
hubiera adivinado
que la saeta que me atravesó el cielo
y un infierno
pudiera refugiarse en un cajón
tan roma, tan afónica,
tan ausente.

Porque es la velocidad de la flecha
la que ocasiona el daño,
verla quieta
me quita el miedo y la coraza
contra las nuevas flechas
que se anuncian silbando.

Entrada

Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.

Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.

Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.

Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.

Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.

Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.

Cuadro

De tanto mantener
los brazos levantados
-se pronuncia en voz alta el dos de mayo-,
he dejado de creer en fusiles.
¡Llévame hacia el jardín de las delicias,
borracho, como esos que tengo enfrente!

Sé que Velázquez ayuna los sábados
mientras mira visitantes desde sus Meninas
y se deja la hogaza del almuerzo
en el filo de la mesa, a punto
de caerse al suelo.

Preferiría haber sido
-añade el no fusilado-
conversador en pijama
sobre paredes azules,
adorando un carro de heno,
cirujano de piedras de la locura.
Eternamente retorcido de gusto
en un beso rodeniano
o hirsuto del dolor de San Sebastián.

A mí, en cambio, me encanta ser Durero
-interrumpe Durero
desde su autosuicidio.

Que nadie le haga caso
-argumenta la víctima de Goya-.

Que si aquí los días siempre son amargos,
si matan la esperanza con lumbagos
de la insufrible rendición de Breda,
qué terribles son las noches de museo :
cuando las luces se apagan y nadie nos mira,
los caballos relinchan,
las paredes se llenan
con los ojos vidriosos de tantos retratados,
la fe de los mártires no mueve el óleo
y tiritan de deseo frío las majas,
sobre todo
las desnudas.

Qué todos se fijen en este ejemplo:
de tanto mantener esa mística sonrisa
iluminando siglos y el centro de la sala,
la Mona Lisa ha dejado de creer
en el sol, en su Leonardo y en las lágrimas.

Perdurar no tiene ningún sentido,
el deterioro es parte de la vida,
no se arriesguen a terminar sus días
estampados en lienzo
o en ortografía,
escarmienten en vida
y no se les ocurra nunca
posar para un cuadro.

Grito

Supe del grito
por la piedra tallada,
por el silencio de las columnas
hechas garganta.

Supe de la soledad
por las ranuras, por el eco
del órgano, por el viento
atrapado en las laderas.

Después supe del escalofrío,
del desencanto hecho explanada,
del miedo elevado a castillo.

El mismo montón de piedras
puede ser monasterio, muralla,
refugio para peregrinos,
ruinas abandonadas.

¿Qué es lo que convierte
una retahíla de besos
en esperanza que aliente el deseo
o en derribos asolados
por la intemperie?

Quiero que sepas del grito
por estos renglones tallados,
por el silencio de este poema
hecho garganta.

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