Ni en esas gafas viejas
-ni en su añeja costumbre
de irse deslizando muy poco a poco
por el promontorio de mi nariz
como si, al tomar carrerilla lenta,
quisieran arrojarse
al vacío que parecía llamarlas más allá-
estarán los desastres
ni la maravillas que, atravesadas
de luz y de su correspondiente oscuridad,
me llegaron revueltos entre los días
que ahora son pasado.
Aun así las guardo de todas formas,
camuflando una secreta esperanza
en la probabilidad de rotura
o extravío de las nuevas,
una esperanza que es tan imposible
que nadie podrá quitármela nunca,
pues todo el mundo sabe
que sólo puede volverse mentira
lo que se sostuvo como verdad.
Quizá un día, cuando
la memoria sea ese espacio de nadie
que queda entre los trozos de un espejo
reventando a cámara lenta,