agosto2022

La escasez

«Un día es un día«, me repiten incansablemente las voces del entorno desde que estoy a dieta, como animándome a degustar los manjares y bebidas que se despliegan en los actos sociales.

No termino de entender bien qué beneficio pueden obtener del hecho de que yo me coma una croqueta en vez de pinchar lechuga o beba cerveza en lugar de agua. Quizá acallen así su propia conciencia o refuercen positivamente la relación que observan entre la felicidad y el tapeo, como si una fuese efecto de la otra.

No lo entiendo y eso que yo mismo he insistido a que se coman un pastel o pidan un helado, asuntos, obviamente calóricos y contraindicados en mi situación. Podría ser que las costumbres que se diferencian mucho de las nuestras nos causen dudas sobre nuestros propios hábitos y por eso nos causen esa zozobra que nos hace empujar a los demás hacia las raciones.

Creo que se relaciona, no sé si ancestralmente, el buen apetito con la salud, con la alegría. Los mayores, hijos de la posguerra, siempre parecen tener una sensibilidad especial hacia ese asunto y nos la han transmitido por vía familiar hasta que ha calado en nosotros tan profundamente como en ellos.

La escasez que marcó su infancia, ha marcado también su existencia por completo. Porque el hambre modifica el modo de pensar de las personas, las obsesiona hasta el punto de no ser capaces de apreciar convenientemente el resto de experiencias vitales, de las que apenas se percatan cuando la escasez se apodera del pensamiento.

Aunque, sucede también, que la escasez es doblemente subjetiva: por un lado, no es que necesariamente no haya, sino que nunca se ofrece la cantidad o las veces suficientes como para saciar las ganas que se tienen. Por otro lado, quizá incluso más frecuente aún, a veces se le ofrecen muchas quisquillas de Motril a quien lleva meses esperando una tortilla de patatas, con cebolla, por supuesto.

Uno se obsesiona con las tardes de marisco fresco, de pechuga deliciosa, de lengua jugosa y apenas mastica las conversaciones que le llegan de verdura, los saludos protocolarios de pocas calorías y las iniciales tiernas con corazones. No porque no gusten, sino porque después de tomarlos se sigue con la misma oquedad en el estómago y la misma pregunta que rebota contra la realidad insistentemente: ¿por qué no cortamos más jamón?

Porque la dieta, que es voluntaria, tiene un objetivo que se valora más que los inconvenientes de no comer morcilla o no probar el chocolate. Pero la escasez no, ni tiene objetivo superior, ni tiene más límite que el deseo. Ni es voluntaria, por lo menos, para quien la siente, aunque cabe la posibilidad de que los productores de las viandas más demandadas, simplemente, no encuentren ningún gusto en producir más para el comensal en cuestión.

Estar a dieta, sí, pero no pasar hambre. Tantos años de escasez son muchos para dejar intacto un corazón famélico. Y una vez que hemos acostumbrado al burro a no comer, no cabe sorprenderse si se muere.

Me temo que no hay salida. Es imposible conseguir que no me guste lo que me gusta tanto. Ni renunciar me ayudaría a calmar el ansia, ni pedir más en la carnicería: porque hay alimentos que, si tengo que pedirlos, es que no están hechos para mí.

 

Todos los caminos llevan a Santiago

Después de 3.300 kilómetros lo he visto claro.

Me he fijado intensamente. De hecho, me propuesto como objetivo modificarlo, desevaluarme y construir otro hábito.

Cuando vas conduciendo, tarde o temprano, siempre llega un momento en que toca decidir si pisar el acelerador a fondo y cambiar de carril o levantarlo y esperar mejor momento.

Yo siempre levanto el pie. No quiero molestar al que viene por el carril izquierdo, allá atrás, y me quedo detrás del camión, comiendo humo y esperando otra ocasión más clara.

Es cierto que no suele tardar demasiado en presentarse, cuando ya todos me han pasado de largo y soy el último de la retahíla. No pasa nada, tan solo se tardan algunos minutos más en llegar, no parece grave.

Pero me propuse no esperar, colarme delante del que viene flechado y que frene si tiene que frenar, reclamar mi sitio en la autovía y que sean los otros los que esperen a que yo termine la maniobra.

Lo he ido consiguiendo, es cierto, pero llegaba a los destinos agotado, con los brazos agarrotados, con las piernas entumecidas. Cuánto esfuerzo para tan poco, para ver como llega el que adelanté antes de que aparque y me baje del coche.

Ni siquiera la vanidad de haberlo conseguido, de haber ganado la carrera contra mí mismo, el orgullo de ser como quisiera ser durante un trayecto.

Demasiada tensión para un coche tan lento, demasiada sensación de estar estorbando cuando ves la fila de coches que vienen por detrás echándote las luces, demasiado pensar en las consecuencias de una mala maniobra.

No es para tanto. Todos los caminos conducen a Santiago, antes o después, y el orden de llegada no altera el jubileo. Llegar, aunque sea tarde y te hayan quitado el último aparcamiento y te tragues la rabia y la lleves por dentro.

Yo siempre levanto el pie, siempre levanto el pie y espero otra ocasión más clara. Odio estorbar y vivo despacio.

Y si tengo que esperar a que adelante toda la fila, si me quitan el aparcamiento, si no me esperan cuando levanto el pie, a tragarse la rabia y llevarla por dentro y llevarla para adentro.

Aun así, tengo claro que cuando no lo tengo claro yo siempre levanto el pie… y piso el freno.

Ansiedad

Después de tantos días sin él, tenía ganas de ponerme delante, sin saber muy bien para qué. Es casi como un amigo, de esos que siempre están dispuestos y a los que no les importa lo pesado que te pones.

Así que, después de organizar todo un poco, lo he encendido, casi con ansiedad. Ha saludado su pantalla de siempre, he abierto los programas de siempre y he visto las páginas de siempre. Mi internet tiene pocas páginas y, a los quince minutos, ya no había nada más que ver.

¡Tanta espera para tan poco! Nada que no hubiera podido hacer con el móvil, nada que merezca la pena reseñar, salvo alguna foto. Nada, de tanto todo, nada, salvo escribir.

Pero con el calor y el ordenador, no sé cual es la causa y cual el efecto, ha vuelto el insomnio. Ni siquiera el cansancio ha podido impedirlo, sólo retrasarlo un poco. Y con el insomnio ha vuelto esta manera mía de pensar escribiendo.

Y escribir pensando que tanto para tan poco, tanto verano para tan poco descanso, tantos años para tan poco cambio, tantas ganas para tan poco tacto. Tanta insistencia para tan poco daño, tanta pastilla para tan poco efecto, tantos kilómetros para tan poco movimiento.

Demasiado esfuerzo para cada víspera. Demasiadas expectativas y demasiada espera. Tengo que vivir ahora, lo que sea que me toque, porque cada vez queda menos.

Necesito traer mi mente al aquí, dejar de esperar lo que ya sé que no va a venir. Necesito ir más deprisa, pensar más rápido, decidir en el instante. 

Pero no sé. Ni siquiera sé por dónde empezar.

Todos los mundos

Está la familia que come arroz con bogavante a las 6 de la tarde y el niño que se enfada porque se está nublando el cielo y no le van a dejar bañarse, en tanto el grupo que conversa cerca de la barandilla comenta lo seco que está siendo este año.

El hombre que pide dinero y justicia, al sol, vestido de minero, con una pancarta inmensa, cuando pasa por delante un desfile de lamborghinis conducidos por hombres mayores repletos de canas.

El camarero que rezonga mientras devuelve un plato a la cocina se cruza con la mujer que va debajo del burka cuando, por el estrecho pasillo que dejan las mesas en la acera, un peregrino vestido de invierno se para para encender un pito que anuncia maría en cuanto se prende.

Pasan los jóvenes comiendo helado por detrás de la pareja mayor que busca asiento para descansar, en tanto cruzan a paso ligero, por delante de una Harley, dos hombres negros con rastas cogidos de la mano.

Una pareja, de mi edad, supongo, se come unos bocadillos sentados en su coche, aparcado en el último sitio permitido del paseo, mirando como pasa por el mar una retahíla ordenada de motos acuáticas, que ondean la superficie lisa del agua hasta la marejada.

En bicicletas cargadas de bultos, pasan dos jóvenes muy rubias y se paran delante de un cajero automático del que acaba de salir una chica menuda, rapada estrepitosamente y llena de tatuajes verdosos que cubren todas las partes visibles de su cuerpo, que no son pocas.

Una mayor, la otra mucho más joven, van por el acantilado haciéndose fotos, intercalando besos entre pose y pose, mientras la familia que degusta un gran pez cocinado al horno, comenta las casas tan grandes que se hacen los andaluces que cobran el PER sin tener que dar ni golpe.

Se me hace uno de esos nudos repentinos, que el médico califica de nerviosos, y tengo que sentarme en un banco, al lado de la abuela que habla a voces por el móvil, sobre no se sabe qué asunto de una herencia.

Todos los mundos están en este, pero apenas se rozan, viven disjuntos unos de otros, como un puzle dentro de la caja. Todos los mundos, todos, están en éste, pero yo no estoy en ninguno.

Yo no estoy en ninguno, afuera de todas partes, incluso ando por el borde del mío propio sin ser capaz de volver a entrar.

No se puede vivir dejando todas las vidas intactas. Hay que escribir y ser escrito, hay que borrar y ser borrado. Hay que querer y ser querido, hay que herir y ser herido, hay que rechazar y ser rechazado.

El mundo, todos los mundos, están llenos de cicatrices. Y hay que vivir en ellas.