junio2024 (Página 1 de 2)

No existe el pasado perfecto

No existe el pasado perfecto y sin embargo puede tumbar cualquier intento serio de sacudirse un recuerdo.

Porque la memoria es una extraña, no sé si el cerebro nos protege o nos secuestra, que le da brillos deslumbrantes a detalles que, al mismo tiempo que sabemos que duraron un segundo, parecen no haber acabado todavía.

Nos encierra, en la habitación del fondo a la derecha, los tropiezos, las ganas de llorar, el ridículo cotidiano y espantoso de dar continua y exactamente lo que el otro no necesita. Enmaraña el hilo de los agravios y los resuelve en humo que sube formando figuras caprichosas.

La memoria permite que echemos de menos, incluso lo que nunca pasó, pero no consiente en revivir las angustias recursivas, los agravios comparativos, el destrozo con el que los sueños explotaron en nuestra cara mucho antes de poderlos tocar con los dedos.

No sé si el cerebro nos protege o nos desarma, dejando que las sombras que perseguimos pesen más que las vísceras que no palpamos. Tal vez es que esos recuerdos amables sean metralla que se lanza uno mismo encima para creer que salimos intactos del derrumbe.

El caso es que nos protege o nos remata, dejando que el hueco de las ausencias se espese hasta formar un nudo en la garganta que hay que tragarse, sobre todo de noche, cuando no se ve nada alrededor a lo que agarrarse.

No existe el pasado perfecto, pero lo parece. Y lo parece tanto que cualquier canción dispara la fuga del gas, rompe las barreras que nos impusimos, inunda de agua el desierto de la soledad en la que nos hemos perdido a propósito.

No obstante, estoy descubriendo que hay que empeñarse en recolectar las imperfecciones de aquellos escasos momentos que parecen de acero inoxidable y darles un hervor en las noches de memoria perfecta.

Quiero decir que, sin querer herir a nadie, intento olvidar el blanco y el negro recuperando los grises del tiempo que ya sólo existe en mi memoria, esa extraña, no sé si tortura o consuelo, contra la que solo se puede sobrevivir por los pelos.

Dejarlo quieto

Todos los elementos disminuyen su tamaño cuando su temperatura baja. Todos, excepto el agua, que al congelarse dentro de la botella la hace estallar.

Contraintuitivo es también el procedimiento para el olvido. Pues podría parecer que, dado el objetivo, habría que diseñar una táctica concreta, con acciones específicas y contraindicaciones manifiestas, que nos condujeran al final del proceso hacia la desmemoria.

Sin embargo, me temo que no. Que realmente no hay ninguna táctica más efectiva que no hacer nada nuevo, sino seguir haciendo todo eso que ya estamos haciendo. Eso que no satisface y que nos ha empujado, casi sin darnos cuenta, hasta la tesitura de decidirse a olvidar.

Depositar palabras sin sustancia, como una especie de fe de vida, de tanto en tanto en las maquinitas del dedo gordo. Mantener la falta de entusiasmo en las respuestas vagas, invocar refranes para desactivar discusiones, hablar del tiempo y de las efemérides que salen en los telediarios como si hubiéramos coincidido en un ascensor.

Desconfiar del otro y enviar fotografías de un sólo uso. Hablar con emojis y reenviarse las palabras que nos han enviado otros y que contienen esas palabras intensas que ya no cuela que nos digamos nosotros.

Encomendar a los planetas y sus alineaciones la posibilidad de una llamada, de un encuentro, siempre y cuando no tengamos otra cosa mejor que hacer en ese momento. Ofrecernos los bordes de la pizza, los filos del mapa, las horas intempestivas de mucho calor.

No hay que hacer nada, sino lo mismo. Hacer lo mismo, sin planes, sin mucho empeño, como si rellenáramos al tuntún la primitiva que nos ha encargado otro.

Y, entre tanto, darse cuenta de que, conforme van pasando las semanas, los meses, que ya no nos encontramos nada urgente que dar ni que recibir.

Puede que a nuestra intuición le parezca raro que para conseguir algo no haya que hacer nada nuevo. Pero lo cierto es que, para que algo se muera, solo hay que dejarlo quieto.

 

Completamente bien

Hace algunos años de aquello. La operación fue sencilla, si bien la parafernalia de los quirófanos siempre te intranquiliza un poco.

No se doblaba, hacía un chasquido insoportable al hacerlo y, por miedo, me condicionaba a la hora de coger las cosas.

Ahora está completamente bien. Al menos, así, visto desde la práctica cotidiana. Quizá debería decir que ha dejado de preocuparme y que ya hago con él todas las cosas que antes hacía.

Pero no, no es cierto. Funciona sin problemas, pero no como antes. Aún queda una zona sin sensibilidad justo al lado de otro trocito hipersensibilizado. Cuando pelo una mandarina, funciona, sí, la sujeto con la derecha y el dedo se encarga de ir quitando pedazos de cáscara.

Sin embargo, las sensaciones son diferentes. Intento no hacerles caso, porque, al fin y al cabo, la fruta se pela sin más dificultad. Pero algo de lo que se rompió no termina de volver a su ser anterior. Creo que lo más probable es que ya no vuelva y que la única salida sea adquirir poco a poco nuevas costumbres cuyo cambio acabará pasando inadvertido hasta convertirse en lo normal.

Ahora después, parece que ya no preocupa nada. Estoy completamente bien. O quizá debería decir que ha dejado de preocuparme y que vuelvo a hacer las mismas cosas que hacía antes. Porque funciono sin problemas, es verdad, pero no como antes. Se me ha quedado una zona sin sensibilidad justo al lado de otra hipersensible.

Sin embargo, las sensaciones son diferentes. Pero me temo que algo de lo que se rompió no terminará de volver a ser como antes.

Supongo que pasa siempre, puede que sin ser conscientes, que se adoptan poco a poco nuevas costumbres que, al cabo del tiempo sustituyen a las anteriores y se convierten en las normales. Ya con la pandemia tuvimos entrenamiento suficiente para saber que estar completamente bien no es lo mismo que estar igual que antes.

Se me ha quedado al aire esta sensación de ridículo, este verme de un modo patético. Se han hecho evidentes la falsa realidad de lo imaginario y este convencimiento doloroso de que, justo cuando más lo necesitamos, no nos servimos para nada.

Pero estoy bien, completamente bien, empezando en esta otra manera de estar completamente bien.

Saberse poquita cosa

Dejarse llevar por la desazón, por el desencanto, recibir lo cotidiano como limosna.

No hay que tomar grandes decisiones, no se trata de empujar hasta el abismo, no consiste en presionar contra la ausencia. Se trata de seguir haciendo lo mismo que te ha traído hasta la pesadumbre.

Degustar lo insípido de la relación que aun se sostiene vacilante, pero sin derribarla. Basta con prohibirse la ilusión que tiempo atrás señalaba los encuentros, las siglas, los mensajes inesperados.

Recibir cordialmente los donativos que ayudan a saberse poquita cosa. No protestar ante los impedimentos ni poner en duda las ganas del otro, saberse poquita cosa y aceptar que en cada vida siempre habrá mejores atractivos que nosotros.

No dar mucho pues, al saberse poquita cosa, uno entiende que no se puede pedir más. Pero agradecer, agradecer sinceramente, las dádivas que de tanto en tanto dejan caer en nuestras manos.

Para empezar a olvidar, hay que saberse poquita cosa y sobrellevar la lástima que se irradia. Nada como sentir la lástima de los demás para saberse poquita cosa. Nada como el óbolo de un mensaje sobre el calor que ya hace en este tiempo, para saberse, a ciencia cierta, tan poquita cosa como sea necesario para empezar a olvidar.

Ponerse a salvo

No se olvida para herir, sino para curarse. Para restañar las cicatrices de los sueños, para evitar los arañazos del recuerdo, para poder dejar de mirar atrás y no estamparse contra la siguiente columna.

Hay quienes piensan, después creer que lo han bordado, que olvidar es tirarlo todo por la borda. Pero se trata, en cambio, de un lento proceso selectivo, casi darwiniano, en el que poco a poco se aparta lo que duele, quizás también lo que encanta, hasta quedarse con un corazón sonámbulo y sin aristas. O al menos, intentarlo.

El devenir de los recuerdos es imparable, como un río revuelto que baja por la memoria. Vienen mezclados todos aquellos detalles que nos hicieron sentir estrellas brillando en la noche junto con los momentos en los que aquellos puntos de luz se hicieron fugaces hasta apagarse del todo. Pero no, no significa dejar de mirar la noche estrellada.

Olvidar es seleccionar, de algún modo, aquello que no nos estorba y ponerse a salvo de esa intemperie que nos deja ateridos. Una intemperie propia y ajena, interior y exterior, real e imaginaria. No se trata de ignorar las espinas de la rosa, sino de localizarlas meticulosamente y dejar de apretarlas con los dedos aunque el precio consista en dejar de sostener flores en las manos.

Ponerse a salvo de la propia memoria a través de la desmemoria, realizar un control de daños y reconocer que fueron, en su inmensa mayoría, autoinfligidos al fallar nuestras previsiones más optimistas, que fueron casi todas pues no en vano en ellas nos iba la vida.

Es durísimo, porque por cada cruz de cada moneda, siempre hay una cara indisoluble que hay que sacrificar también en la hoguera. Y por eso duele, ponerse a salvo no sale gratis ni está de oferta. Ponerse a salvo es confiar en un cálculo tembloroso que jamás sabremos si era el más ajustado.

Olvidar es apostar a no perder más de lo que ya se ha perdido, aun cuando estamos convencidos de que todo lo perderemos al fin y al cabo.

Ponerse a salvo ilusamente, ignorando que, tal vez a la vuelta de la esquina, volveremos a naufragar, también, sin salvavidas.

Olvidar y dejar de querer

¿Recuerda la mariposa que una vez fue gusano, larva, huevo?

Podrá entonces volar por los polvos de las alas, por la aerodinámica de su cuerpo, por el efecto Venturi desplegado sobre el regazo del bosque. Y volando será capaz de escapar de la gravedad de un pasado que la mantenía a ras de suelo.

En el proceso se pierden las fatigas y el esfuerzo, los vagones del tiempo ardiendo detrás y cayendo al pasado, los venenos que se usaron como antídoto contra la soledad, que es nuestro único enemigo. Se pierde la identidad en un acto íntimo y complejo, preservado por un capullo.

¿Acaso puede uno dejar de querer la seda que se obtuvo? ¿Acaso se pueden olvidar los hilos que nos unieron y nos separaron al mismo tiempo? Uno es y será siempre lo que ha ido siendo en cada fase del milagro, porque nos vamos conteniendo a nosotros mismos junto con todo lo que nos hizo ser como fuimos.

Olvidando se esgrime una defensa, se levanta una coraza, se atempera el ruido estridente que hacen los sueños al romperse. Olvidando se calma el corazón que galopaba a la hora del timbre mientras esperamos que la rutina implacable deje que los lunes vuelvan a ser lunes, que la playa vuelva a ser arena, que las siglas pierdan su significado mágico y se vuelvan indescifrables. Olvidar es una crema con la que aliviar los sarpullidos en la nostalgia, aunque no siempre funciona bien contra las canciones.

Pero dejar de querer es cambiar el objeto del deseo o, por lo menos, convertirlo en borroso para no reconocerlo. Vaciar la copa de vino hasta encontrar otra botella que tenga suficientes taninos para nublarnos la razón aunque sólo sea por un ratito. Dejar de querer es comprender, por fin, que Ítaca no estaba allí, sino dentro de uno mismo.

Se puede olvidar sin dejar de querer, sí, porque son muchas las deudas que el estómago tiene con las mariposas, porque son infinitas las maravillas que la mariposa le deberá para siempre al gusano que lleva dentro.

Cuando ya te haya olvidado y no estés, todas las palabras que me enseñaste a decir, silben en el viento que silben, caigan en el oído que caigan, te seguirán queriendo sin ti, sin mí, ellas solas.

 

Lo que decimos

Lo que decimos nos compromete, nos acerca a la vida, nos proyecta hacia el futuro: digo viaje y, aunque tal vez mis pies no se mueven, sé que hay un sueño o un recuerdo que cambian de sitio inopinadamente.

 Lo que no decimos, en cambio, nos hunde en el fondo del abismo. Se adhiere a nuestros pasos que se vuelven más cansinos, más pesados. A la máquina de las emociones se le rompe algún tornillo y notamos como chirrían vocablos en el espacio vacío que limita el sofá de una casa silenciosa.

 Somos lo que decimos y lo que hacemos, a la vista está que son nuestro modo de estar en el mundo, en todos los mundos: el modo de estar, también, en aquellos en los que nunca estamos, aquellos que viven en nosotros y de los que solo podemos saber gracias a las pantallas que refulgen en modo ausencia.

 Pero, con ser importante lo que decimos y lo que hacemos, no son nada comparados con la inmensa densidad que nos provoca lo que no hacemos, lo que no decimos: tengo ganas de verte, necesito besarte, ¿por qué no me abrazas?

 Todo está por hacer. Todo, absolutamente todo, está aún por decir. Cuando comprendes el entramado de las raíces del árbol, cuando te das cuenta de la metástasis imparable del silencio y cómo avanza, sílaba a sílaba, a través de ese oído que las decepciones nos entrenan hábilmente, entiendes el sencillo material que se necesita para el olvido.

 Hablar sin decir nada, cada día, animosamente, con el único objeto de que impedir que un juez te acuse de haber roto el hilo. Hablar del tiempo, del equipo de turno, de la anécdota de los otros, de la pena de alguien cercano, de la salud y su hojalata… Hablar de los vecinos.

 Callar estruendosamente los detalles más conspicuos del sexo solitario, callar las veinticuatro peticiones de auxilio de cada día, callar los poemas que has sido incapaz de poner por escrito, callar el ansia, callar el exorcismo.

 Hablar de nada y callar de todo, partir la conversación en silencios elocuentes y palabras insignificantes, ese es el camino. El camino de los emojis y las citas de Coello, el de los poemas de otros y las frases de grafiti.

 Estamos en el buen camino:

          cuídate, corazón
nos vemos pronto
otra vez será
estamos muy perdidos...

Olvidar con palabras

Las palabras nunca son solo palabras. Son barcos, que decía Montero, y llevan toda suerte de travesías en sus esloras, como tienen las anclas salpicadas de moluscos y herrumbre de lugares sobre los que han ido envejeciendo.

Las palabras nunca son palabras, sino barcos, y navegan de época en época, fabricadas con materiales que se van modernizando, pero cuya misión es siempre la misma: flotar, no hundirse, no precipitarse al fondo aquel del que Arquímedes encontró una escapatoria inesperada y certera.

Demasiado preámbulo, siempre me lo dicen quienes me leen con los ojos chicos. Y mientras escribo esto, no dejo de pensar que preámbulo, omoplato, autóctono o Guartuna, son palabras que marcan un tiempo, una época, que se va derramando lentamente por las comisuras de los labios.

Si no fuera tan inculto, no me asombrarían tanto las palabras inesperadas que recibo, algunas veces, como una promesa de sintonía y, las más de las veces, como una barrera infranqueable de las de, colega, ¡ni de coña!

Y si fuera menos inculto, quizás sabría del daño que hacen las palabras: las que nos dicen, las que decimos, pero, sobre todo, de las que no. De las que esperamos que nos acaricien cuando más bajos estamos, de esas palabras exactas que siempre se nos ocurren cuando ha pasado todo de largo y la herida ya está sangrando.

Empezar a olvidar me tiene con este desasosiego insólito, con una indigestión de palabras no dichas, un revuelto de frases de amor y de odio, unos «te necesito ahora» liados con ciertos «vete a tomar por culo«, que fermentan en el estómago y producen efectos secundarios en el sueño de las pastillas.

Por eso escribo. Cada vez me parece más claro el desafío y más profunda la cicatriz de escribir para poder decir lo secreto, eso que siempre estoy a punto de decir y que nunca digo, eso que tanto aliviaría este runrún de sinvivires que llevo hirviendo en la cabeza.

Aliviaría decirlas en voz alta o, mejor aún, gritárselas a un mar embravecido o al eco de una montaña que no se sobresalte. Pero es que las palabras nunca son sólo palabras y, de sobra lo sé, suele suceder que ni siquiera con decirlas escribirlas basta.

Sin prisa

Cuando digo que lo bueno y lo malo de las personas, de las relaciones, de los avatares de la vida, vienen inseparablemente juntos y revueltos, parece que quiero decir que son cosas distintas.

Es más sutil. No se pueden separar los opuestos porque son el mismo. No hay un lado bueno del hombre y uno malo, sino que el hombre es uno, un uno que se sucede en el tiempo.

Los asuntos, las personas, vienen como un todo y, a veces, toca ver la belleza del fuego ardiendo en la chimenea y sentir su calor agradable; otras, en cambio, palidecer de terror frente al incendio. Pero el fuego es el mismo.

Por ejemplo, que todo pueda esperar es, sin duda, una señal de confianza, de tranquilidad, de saber que lo que hay no va a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Permite encontrar mejor momento, mejores palabras y, cuando llega, abrazarse con más ansia.

Pero que todo pueda esperar es también, al mismo tiempo, una dolorosa falta de urgencia. Colocar delante de todo las otras cosas que no siempre importan, los otros asuntos antes que los que dejan huella, las palabras de ascensor sonando más fuerte que los besos.

La espera es la misma, inseparablemente lenta, con su mismo huracán de la cabeza y sus mismos cambios de ritmo en el corazón. La espera es la misma, pero algunas veces, por predisposición o por cansancio, uno ve las sombras antes que la luz que las crea.

Todo puede esperar, es cierto, estoy de acuerdo. Si bien nos perdemos la terrible y hermosa toxicidad de lo urgente, las palabras revueltas con lágrimas, el corazón latiendo en los labios en mitad de lugares completamente inapropiados para el amor.

Cuando todo puede esperar nos hacemos menos daño, pero nos perdemos las heridas y su certeza de vida. Nos perdemos la intensidad y el drama. Nos perdemos el hilo de voz cuando apenas consigue salir del cuerpo. Nos perdemos silencios que requieren testigos presenciales para conjugarse. Nos perdemos la otra parte de nosotros mismos que no nos damos a conocer.

Aunque, si hay que elegir, así, sin esperas, yo elijo esperar, lo prefiero. Lo prefiero antes, ahora, luego. Prefiero esperar cuando todo puede esperar y el que espera no duda de su paciencia.

Pero sé que algunas veces no todo puede esperar y puede que alguno de los dos se rompa en la víspera y puede que el otro no sepa reconocer en la espera los pedazos que le lleguen.

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