noviembre2024

Maniobra evasiva

Hay que enfrentar los problemas, dicen todos los manuales. Odio esta frase hasta el mismo tuétano, entre otras cosas, porque si no estuviera literalmente traducida del inglés, diríamos afrontar; pero, sobre todo, odio que nadie aclare que antes hay que reunir el valor y la habilidad suficientes.

Como el primero no lo tengo y con la segunda estoy en ello, prefiero, antes que aceptar la derrota inevitable de la frasecita suicida, inventar una maniobra evasiva que me permita tener un respiro.

Parapetarme detrás de un silencio no demasiado elocuente y esperar a que el problema gaste todos sus municiones contra la roca. Dar largas, patadas a seguir, para que el otro se canse de correr detrás de la pelota.

No se pueden afrontar los problemas hasta que uno se siente con valor. La mejor maniobra evasiva es esconderse detrás del miedo y vender la derrota a la que nos somete como la armadura que nos protege de no tener que hacer lo que no hicimos.

Pero para empezar a olvidar, el enemigo es nuestra propia cabeza y sus obsesiones, sus círculos viciosos, sus impertinentes retornos a un pasado que nos deslumbra. Hay que luchar contra un ejército minúsculo y avasallador de ratos en los que, al dejar la mente libre, la burra vuelve al trigo.

Es necesario entonces detectar el ataque y disparar una respuesta aprendida: contra los recuerdos lanzar todas las dudas infinitas; contra los círculos viciosos, atravesarlos con otros círculos más viciosos todavía; contra las obsesiones, hacer un recuento de daños y enumerarlos detalladamente.

Esta es pues la maniobra evasiva final: para dejar de pensar en tigres blancos, pensar en elefantes marrones que se tumban en el barro y evitar que nos aplasten bajo su peso.

Punto de vista

La realidad es no es la realidad, sino una interpretación interesada de un cerebro que nos miente para no dejarnos sufrir. Creemos que vemos, creemos que oímos, creemos que amamos.

 Amamos porque miramos el paquete que hay al lado de los zapatos como si fuera un regalo que nos trajeron los reyes magos. Y no digo que sea falso, no digo que no sea un regalo. Pero digo que se puede cambiar el punto de vista.

 Y mirar el paquete envuelto con torpeza desde los ojos de quién recorrió la tienda, esperó en la cola para pagarlo, se entretuvo un buen rato hasta que una amable señorita se lo envolvió en papel amoroso y lo escondió en el altillo del armario hasta la fecha señalada.

 No digo que no haya salido la paloma del sombrero del mago, ni digo que la carta que pensé no era, efectivamente, el tres de picas. Sólo digo que, por debajo de las cosas que brillan, hay una materia ocre que las sustenta.

 Para empezar a olvidar, hay que desenterrar esa materia y hacerla visible. Hay que despojar de brillos todo aquello que nos deslumbra y encontrar el esqueleto que lo sustenta, el acto cotidiano en el que se asienta, la ordinaria y doméstica causa que lo fabrica.

 No digo que encontrarte en el bolsillo una canción, una frase famosa, un poema, no sean gestos hermosos, sino que traslucen la falta de palabras propias. No digo que recibir siglas y emojis no resulte agradable y haga la conversación más tierna, sino que acaban convirtiéndose en una costumbre sin significado.

 No digo que no resulte consolador que te pregunten por tu salud, tu corazón o tus pesadillas, lo que digo es que los ascensores están repletos de preguntas que van rellenas de no tener nada más que decir.

 Cada cara de cada moneda tiene su cruz correspondiente. Cada gesto de amor tiene su interpretación perversa y es imprescindible desvelarla. Cada regalo que deslumbra tapa un objetivo vulgar que lo impulsa.

 No digo que recibir un saludo hecho con letras de dedo gordo no sea un motivo para ver de mejor color el día. Lo que digo es que también puede significar que alguien está pasando lista, evitando el dudoso título de ser el primero en olvidar.

 Digo que para empezar a olvidar, hay que cambiar de punto de vista. Para ver si, lo que tanto brilla, brilla solo o es uno mismo quien lo hace brillar.