«Un día es un día«, me repiten incansablemente las voces del entorno desde que estoy a dieta, como animándome a degustar los manjares y bebidas que se despliegan en los actos sociales.
No termino de entender bien qué beneficio pueden obtener del hecho de que yo me coma una croqueta en vez de pinchar lechuga o beba cerveza en lugar de agua. Quizá acallen así su propia conciencia o refuercen positivamente la relación que observan entre la felicidad y el tapeo, como si una fuese efecto de la otra.
No lo entiendo y eso que yo mismo he insistido a que se coman un pastel o pidan un helado, asuntos, obviamente calóricos y contraindicados en mi situación. Podría ser que las costumbres que se diferencian mucho de las nuestras nos causen dudas sobre nuestros propios hábitos y por eso nos causen esa zozobra que nos hace empujar a los demás hacia las raciones.
Creo que se relaciona, no sé si ancestralmente, el buen apetito con la salud, con la alegría. Los mayores, hijos de la posguerra, siempre parecen tener una sensibilidad especial hacia ese asunto y nos la han transmitido por vía familiar hasta que ha calado en nosotros tan profundamente como en ellos.
La escasez que marcó su infancia, ha marcado también su existencia por completo. Porque el hambre modifica el modo de pensar de las personas, las obsesiona hasta el punto de no ser capaces de apreciar convenientemente el resto de experiencias vitales, de las que apenas se percatan cuando la escasez se apodera del pensamiento.
Aunque, sucede también, que la escasez es doblemente subjetiva: por un lado, no es que necesariamente no haya, sino que nunca se ofrece la cantidad o las veces suficientes como para saciar las ganas que se tienen. Por otro lado, quizá incluso más frecuente aún, a veces se le ofrecen muchas quisquillas de Motril a quien lleva meses esperando una tortilla de patatas, con cebolla, por supuesto.
Uno se obsesiona con las tardes de marisco fresco, de pechuga deliciosa, de lengua jugosa y apenas mastica las conversaciones que le llegan de verdura, los saludos protocolarios de pocas calorías y las iniciales tiernas con corazones. No porque no gusten, sino porque después de tomarlos se sigue con la misma oquedad en el estómago y la misma pregunta que rebota contra la realidad insistentemente: ¿por qué no cortamos más jamón?
Porque la dieta, que es voluntaria, tiene un objetivo que se valora más que los inconvenientes de no comer morcilla o no probar el chocolate. Pero la escasez no, ni tiene objetivo superior, ni tiene más límite que el deseo. Ni es voluntaria, por lo menos, para quien la siente, aunque cabe la posibilidad de que los productores de las viandas más demandadas, simplemente, no encuentren ningún gusto en producir más para el comensal en cuestión.
Estar a dieta, sí, pero no pasar hambre. Tantos años de escasez son muchos para dejar intacto un corazón famélico. Y una vez que hemos acostumbrado al burro a no comer, no cabe sorprenderse si se muere.
Me temo que no hay salida. Es imposible conseguir que no me guste lo que me gusta tanto. Ni renunciar me ayudaría a calmar el ansia, ni pedir más en la carnicería: porque hay alimentos que, si tengo que pedirlos, es que no están hechos para mí.
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