Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.
Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.
Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.
Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.
Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.
Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.
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