Es la velocidad de cada flecha
la que administra el daño.
La penetrante forma de su punta,
la longitud del vástago,
los colores vistosos de sus plumas,
el material liviano
con el que percute, la ínfima brecha
por la que surca el aire,
solo son aderezos de la herida.
Pero es la rapidez con la que sale
de unos ojos certeros,
la celeridad con que va horadando
en mitad de la carne
una ráfaga de memoria abierta
que se clava hasta el fondo,
imborrable,
arraigando inseparable de la herida
que nos transforma en otro para siempre,
lo que temo.
Porque es la parsimonia con la que huye,
la demora en romper
la historia de dos cuerpos incrustados,
la lentitud salvaje
del tiempo largamente amoratado,
el tardo picor de las cicatrices
desatando soledades disjuntas,
lo que tanto me duele.
Con su disfraz brillante de bolígrafo
y su mudo idioma de isla metódica,
souvenir de aquel viaje
que nunca nos llevó a ninguna parte,
tapada por prendas que no me pongo
desde que tus manos me las quitaron
un dia inolvidable,
aparece encubierta en los cajones
una flecha inocente.
Pero quien, en aquel tiempo de besos,
hubiera adivinado
que la saeta que me atravesó el cielo
y un infierno
pudiera refugiarse en un cajón
tan roma, tan afónica,
tan ausente.
Porque es la velocidad de la flecha
la que ocasiona el daño,
verla quieta
me quita el miedo y la coraza
contra las nuevas flechas
que se anuncian silbando.
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