Antes del viernes vacío,
llega un jueves completo,
un miércoles a medias,
un martes sin espinas
y un lunes de diluvio
que me transita desapercibido.

Escondida tras la niña que llora
desconsoladamente
se aparece la mujer que ríe incrédula
cuando me dice adiós.

Debe ser que todo en la vida tiene
un torpe contrapunto,
a muchas voces, en tantos idiomas,
en graves notas sobre un pentagrama
alrededor de su clave girando.

Debe ser que somos parte de alguna melodía,
escapados de un instrumento contradictorio.

Dices que contamos dos veces lo mismo,
que María Magdalena tiene un canon,
o describes
un surrealista papel adhesivo
cuando inventamos guiones de Almodóvar.

Quizá esta vez tengas razón en todo
porque cada principio se parece
al siguiente,
porque cada final es parecido
a los de otros,
porque, para quienes tienen memoria,
nada es nuevo.

Solo a las infidelidades de mi memoria
debo este contrapunto de ternura
en el que al mismo tiempo
me siento triste y cómodo,
que me empuja a escribir
sobre esta ingenua creencia
en lo que sé que nunca tendrá sitio,
sobre esta suave tarea de confiar en nosotros,
sobre este modo lento de avanzar
hacia ese porvenir que siempre aguarda
con una soledad en cada mano.

Escondidamente desconsolado
detrás del niño que te dice adiós
aparece un hombre llorando incrédulo
todos los contrapuntos.

SOLITARIOS

Vuelvo a casa.

Y si está la soledad propicia,
la llama de la vela,
la noche y esa música,
me pongo a separar lo que me has dicho,
palabra tras palabra,
con cuidado.

Y luego
las pongo en la mesa,
boca abajo,
y con la mano izquierda
—la mano del deseo—
las escojo al azar,
las vuelvo como cartas
y las miro.

Y siempre me sale un solitario.

(Trinidad Gan)