A algunas tardes les pido,
como a todos los veranos del universo,
que me traigan tres minutos de frío.
Que el corazón se me aparte
sobre la encimera de la cocina
mientras estoy fregando los platos,
que la garganta me pique al pensar
ciertas palabras que se vuelven humo y ceniza,
que las rodillas no aguanten
el peso de la desolación descarnada
y me lleven al suelo por la gravedad.
Y luego, tres minutos después,
a volver a saltar como si hubiera salido indemne,
como si los sueños fuesen lo único verdadero.
Luego repetir los mismos pasos
a oscuras en el túnel abriendo las manos
ante la sombra del desequilibrio venidero,
agazapado en la oscuridad.
Y más tarde luz y taquígrafos
y un suave folio blanco en el que envolver
el instante que ya solo es
memoria del rencor hacia la vida.
Pero tres minutos de frío necesito,
sólo tres, nada más. Porque para apreciar
el calor cotidiano de un cuerpo tibio
extendido horizontalmente sobre las mismas sábanas
que yo arrugo bajo mi insomnio,
hace falta ser capaz de derretir
tres minutos de frío.
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