La anchura del corazón no se mide
en centímetros, sino en ausencias.
No está más alto el que menos suplica,
ni mejor amueblada la cabeza
que menos se ofusca,
ni es más indiferente la piel
que menos caricias necesita.
Tampoco se mide el amor
en las horas que se tarda en responder
una pregunta o una llamada perdida.
Ni en el número de veces
que una palabra consabida
se persigue a sí misma
en medio de un párrafo sentimental.
En la escena del sofá
los corazones no miden su altura,
sino la distancia que los separa.
En las lágrimas con las que alguien dice que se va,
en la música viscosa con que se escucha un adiós,
sólo se mide la voluntad.
Sólo hay algunas formas de temblar
que dan la dimensión exacta de un sueño,
sólo algunas maneras de cerrar los ojos
descubren los dobleces del pasado
y consiguen estirarlos en toda su amplitud.
Medirse es inevitable,
el modo de saber lo que se quiere
y cómo se esperan las palabras
que tanto cuesta pronunciar.
Y aunque ya hace tiempo que le perdí
el miedo a no estar a la altura de la vida,
no quiero, de ninguna manera,
vivir con un corazón más estrecho que el tuyo.
Te lo digo por si te pareciera
verme temblar. Piensa que quizás
no sea de frío, sino del miedo que me da
que llegue el día en que mi corazón adelgace,
se quede en los huesos y mi ausencia
te pase desapercibida, como una sombra,
como un leve recuerdo que se apaga.
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