¿Crees tú que alguien feliz
debe, puede, sabe coger teclados
y escribir cartas de amor? ¿O más bien
debería dedicarse a repasar
muy cuidadosamente
la sinuosa línea de unos labios
que le están sonríendo desde la cama?

Como un aceite que escurre viscoso
sobre la piel tendida que se desea
y la empapa despacio, hacia el origen;
como mano que aparta
cabellos del hombro en el que se quiere
apoyar una vida,
como un gemido que casi no tiene
que tocar el aire para pasar
de una boca
a otra igual de expectante,
puedo decir ahora que jamás
recibí cartas de amor tan hermosas
como esas que se escriben
sin usar la más mínima palabra.

De hecho, no existen las cartas de amor.

Todas esas que pueden parecerlo
y que suelen dejar un sabor dulce
sobre los ávidos ojos lectores
que las camuflan luego
entre las páginas de cierto libro
o en un cajón, no son cartas de amor,
sino cartas de ausencia
que, luego o más tarde, según el caso,
se impregnan de ese olor a papel viejo
que amarga las victorias.