Con otra mirada (Página 2 de 2)

Los momentos de la evaluación

No sé si por los madrugones o por el cansancio, creo que empecé a soñar.

Todas me decían lo mismo, que era lo mejor, que había autores que lo atestiguaban, que el mejor modo estaba claro y que, sin ninguna duda, tenía que ser global y, sobre todo, formativa.

No sé si soñaba dormido o despierto pero el caso es que, en determinado instante, una frase me sacó de golpe y me trajo al mundo. Ella dijo que «toda evaluación se realiza en dos momentos: inicial, continua y final«.

Caí en la cuenta entonces, más allá del lapsus que los nervios pusieron en boca de la joven aquella, que no estaba soñando ni dormido ni despierto. Lo que estaba haciendo era recordar: recordar vivamente, como si regurgitara emociones o me las reinventara instantáneamente, como si vivir fuera ir recordando con una pequeña antelación.

Y tuve que, primero sonreír por la frase, para luego fruncir el ceño cuando tuve que darle toda la razón que tenía aquella joven desconocida de tatuajes en la espalda. Que sólo se ama en dos momentos: antes del hola y después del adiós.

Lo que hacemos entre uno y otro, siempre es otra cosa; posiblemente, algo parecido a una canción. Y habría que inventar la palabra precisa, una palabra que fuese continua, global y formativa, naturalmente, y que, luego, muchos autores la refrendaran.

«Las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir, y se terminan sin saber lo que se ha dicho.» (Rousseau)

A los blogs les pasa lo mismo. Empiezas sin lo que escribes y los terminas sin saber que han entendido las personas que han pasado por ellos. Así que no sé si esto que acabo de empezar es otra carta de amor o de desamor… O no.

Los idiomas maltratados (y la calor)

Debería hablar del calor, de la calor, que es como le llamamos a esta canícula extrema que, la verdad sea dicha, para nosotros no lo es tanto.

Llama la atención que, más allá de Despeñaperros, los noticiarios se alboroten tanto con el termómetro y sus subidas. Aquí tenemos mercurio alto hasta en otoño y no ponemos el grito en el cielo.

Hacemos vida nocturna, que es cuando se puede medio respirar un poco, siestecilla a las horas malas y nos metemos en el sótano o enfrente del aparato refrescador que tengamos a mano (o, literalmente, en la mano) y le damos al botón A/C del coche en cuanto lo arrancamos.

Las percepciones del mundo son diferentes según le vengan las cosas a cada uno. Dicen, aunque es una leyenda marinera, que para las langostas del restaurante del Titanic aquel naufragio terrible fue un milagro salvador. No sé si opina lo mismo Leonardo di Caprio, aunque me imagino que también, solo que por diferentes motivos.

Dice el periódico (Granada Hoy) que un coche se ha empotrado contra la terraza de un bar y el conductor se ha dado a la fuga. Se ha dado a la fuga porque ya se había dado a la bebida, que podía haberlo hecho en el orden inverso y todos tan contentos. Y, además, —nótese el tono dramático— que iba con su hija de 6 años. Parece terrible; de hecho, lo es, naturalmente, y podría haber sido mucho peor.

Pero aunque son muchos los estragos de esta calor tan mal llevadera*, lo cierto es que gracias a ella, la única víctima del conmocionante suceso ha sido el lenguaje. Digo la única, porque en la terraza no había quien parara a esas horas, porque no se «empotraría» tanto cuando pudo darse a la fuga —que tú y yo sabemos bien lo que es empotrar, ¿no?— y porque los seguros y los cristaleros no viven del aire y alguna renta sacarán del asunto.

Eso sí, el diccionario, apaleado: El propio Cuerpo certificando —el propio, no el ajeno— que en el mismo bar —no en el de enfrente—; el conductor causante de todo —si hubieran puesto «cauzante» habrían redondeado la crónica—  que decide bajarse de su propio coche —mira que si se baja del coche de la Policia—; y que todo queda en que, al final, ha sido encauzado y que el juicio que le espera es ordinario.

Nada como la calor para empotrarse y desempotrarse del castellano, nada como el calor para chocar e huir.


(*) Que sé lo de los incendios y lo de la gente que está asfixiada, especialmente, los de siempre, los que no tienen recursos; vamos, para no saberlo, media hora de llamas en cada telediario. Pero lo que hace la calor con todo lo que arde es dificultar la extinción de los incendios. Lo que realmente los aviva son el viento y los recortes de los incompetentes que no liberaron fondos para desbrozar los montes en su momento.

Y lo que los origina, por lo menos a 98 de cada 100, es un gilipollas o un tarado (o las dos cosas a la vez), al que, curiosamente, nunca se le quema la casa, ni la moto, ni el ganado.

 

 

Introducción

«Los humoristas y los filósofos dicen muchas tonterías, pero los filósofos son más ingenuos y las dicen sin querer.» (Noel Clarasó)

Hemos aprendido tanto en tantos años, más por los tantos años que por el interés que pusimos, y, llegado un cierto momento de la vida, nos damos cuenta de que no todo aquello que aprendimos nos sirve. Es más, diría que es tan poco lo que realmente nos sirve, que hemos perdido neuronas tontamente.

De hecho son muchas las inutilidades largamente practicadas que vamos arrastrando sin apenas darnos cuenta: el rollo aquel de las raíces cuadradas (y también el de las redondas), las capitales de países que dejaron de ser o a no dejarse nada en el plato, porque pobrecitos los negritos el hambre que pasan.

En eso consiste desaprender, en revisar toda aquella información de obligado trato que establecían las autoridades incompetentes, los libros de texto de las editoriales de moda (que siguen siendo las mismas) y todos los mamarrachos con gorra (progres incluídos) que no sabían ni encontrarse el culo con las dos manos.

Me he dado cuenta de que hay que procurar, cuando menos, ponerlo todo en duda, seriamente, o mejor aún, ponerlo en duda con humor y por reducción al absurdo, que es la manera más sana de hacer la digestión de las ruedas de molino.

De modo parecido nace esta serie con la esperanza de revisar las decisiones que voy tomando, de cancelar las bajas calificaciones que le otorgo a la vida propia y lo altas que me parecen las de los demás.

Aunque ni filósofo ni humorista, tengo en la cabeza muchas tonterías. A ver si esta vez me empeño en decirlas queriendo y me las quito de encima.


¡Huy! Eso de decir queriendo, da para otro blog enterico… ¡Mal empezamos!

 

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