Este olvido que seremos (Página 1 de 2)

Después de intentar y fracasar, solo queda ir trayendo al presente, poco a poco, este olvido que seremos.

Este blog explora los sutiles, y muchas veces dolorosos, mecanismos interiores que hay que desplegar para afrontar el olvido, este olvido que ya somos en cuanto que nos decidimos a irlo vaciando de ausencias mientras probamos un lugar adecuado para depositarlo en el que no nos duela.

La idea surge de la contradicción tan impactante que hay entre lo sencillo que es olvidar aquellas cosas que quieres recordar (rostros, nombres, palabras…) y lo extraordinariamente difícil que se vuelve cuando se trata de aquello que necesitas quieres olvidar activamente.

Quizás es que no exista el olvido como opuesto del recuerdo, sino como el sitio en el que habita todo aquello que ya no importa.

No. No lo he conseguido. Y no sé si lo conseguiré.

Maniobra evasiva

Hay que enfrentar los problemas, dicen todos los manuales. Odio esta frase hasta el mismo tuétano, entre otras cosas, porque si no estuviera literalmente traducida del inglés, diríamos afrontar; pero, sobre todo, odio que nadie aclare que antes hay que reunir el valor y la habilidad suficientes.

Como el primero no lo tengo y con la segunda estoy en ello, prefiero, antes que aceptar la derrota inevitable de la frasecita suicida, inventar una maniobra evasiva que me permita tener un respiro.

Parapetarme detrás de un silencio no demasiado elocuente y esperar a que el problema gaste todos sus municiones contra la roca. Dar largas, patadas a seguir, para que el otro se canse de correr detrás de la pelota.

No se pueden afrontar los problemas hasta que uno se siente con valor. La mejor maniobra evasiva es esconderse detrás del miedo y vender la derrota a la que nos somete como la armadura que nos protege de no tener que hacer lo que no hicimos.

Pero para empezar a olvidar, el enemigo es nuestra propia cabeza y sus obsesiones, sus círculos viciosos, sus impertinentes retornos a un pasado que nos deslumbra. Hay que luchar contra un ejército minúsculo y avasallador de ratos en los que, al dejar la mente libre, la burra vuelve al trigo.

Es necesario entonces detectar el ataque y disparar una respuesta aprendida: contra los recuerdos lanzar todas las dudas infinitas; contra los círculos viciosos, atravesarlos con otros círculos más viciosos todavía; contra las obsesiones, hacer un recuento de daños y enumerarlos detalladamente.

Esta es pues la maniobra evasiva final: para dejar de pensar en tigres blancos, pensar en elefantes marrones que se tumban en el barro y evitar que nos aplasten bajo su peso.

Punto de vista

La realidad es no es la realidad, sino una interpretación interesada de un cerebro que nos miente para no dejarnos sufrir. Creemos que vemos, creemos que oímos, creemos que amamos.

 Amamos porque miramos el paquete que hay al lado de los zapatos como si fuera un regalo que nos trajeron los reyes magos. Y no digo que sea falso, no digo que no sea un regalo. Pero digo que se puede cambiar el punto de vista.

 Y mirar el paquete envuelto con torpeza desde los ojos de quién recorrió la tienda, esperó en la cola para pagarlo, se entretuvo un buen rato hasta que una amable señorita se lo envolvió en papel amoroso y lo escondió en el altillo del armario hasta la fecha señalada.

 No digo que no haya salido la paloma del sombrero del mago, ni digo que la carta que pensé no era, efectivamente, el tres de picas. Sólo digo que, por debajo de las cosas que brillan, hay una materia ocre que las sustenta.

 Para empezar a olvidar, hay que desenterrar esa materia y hacerla visible. Hay que despojar de brillos todo aquello que nos deslumbra y encontrar el esqueleto que lo sustenta, el acto cotidiano en el que se asienta, la ordinaria y doméstica causa que lo fabrica.

 No digo que encontrarte en el bolsillo una canción, una frase famosa, un poema, no sean gestos hermosos, sino que traslucen la falta de palabras propias. No digo que recibir siglas y emojis no resulte agradable y haga la conversación más tierna, sino que acaban convirtiéndose en una costumbre sin significado.

 No digo que no resulte consolador que te pregunten por tu salud, tu corazón o tus pesadillas, lo que digo es que los ascensores están repletos de preguntas que van rellenas de no tener nada más que decir.

 Cada cara de cada moneda tiene su cruz correspondiente. Cada gesto de amor tiene su interpretación perversa y es imprescindible desvelarla. Cada regalo que deslumbra tapa un objetivo vulgar que lo impulsa.

 No digo que recibir un saludo hecho con letras de dedo gordo no sea un motivo para ver de mejor color el día. Lo que digo es que también puede significar que alguien está pasando lista, evitando el dudoso título de ser el primero en olvidar.

 Digo que para empezar a olvidar, hay que cambiar de punto de vista. Para ver si, lo que tanto brilla, brilla solo o es uno mismo quien lo hace brillar.

No existe el pasado perfecto

No existe el pasado perfecto y sin embargo puede tumbar cualquier intento serio de sacudirse un recuerdo.

Porque la memoria es una extraña, no sé si el cerebro nos protege o nos secuestra, que le da brillos deslumbrantes a detalles que, al mismo tiempo que sabemos que duraron un segundo, parecen no haber acabado todavía.

Nos encierra, en la habitación del fondo a la derecha, los tropiezos, las ganas de llorar, el ridículo cotidiano y espantoso de dar continua y exactamente lo que el otro no necesita. Enmaraña el hilo de los agravios y los resuelve en humo que sube formando figuras caprichosas.

La memoria permite que echemos de menos, incluso lo que nunca pasó, pero no consiente en revivir las angustias recursivas, los agravios comparativos, el destrozo con el que los sueños explotaron en nuestra cara mucho antes de poderlos tocar con los dedos.

No sé si el cerebro nos protege o nos desarma, dejando que las sombras que perseguimos pesen más que las vísceras que no palpamos. Tal vez es que esos recuerdos amables sean metralla que se lanza uno mismo encima para creer que salimos intactos del derrumbe.

El caso es que nos protege o nos remata, dejando que el hueco de las ausencias se espese hasta formar un nudo en la garganta que hay que tragarse, sobre todo de noche, cuando no se ve nada alrededor a lo que agarrarse.

No existe el pasado perfecto, pero lo parece. Y lo parece tanto que cualquier canción dispara la fuga del gas, rompe las barreras que nos impusimos, inunda de agua el desierto de la soledad en la que nos hemos perdido a propósito.

No obstante, estoy descubriendo que hay que empeñarse en recolectar las imperfecciones de aquellos escasos momentos que parecen de acero inoxidable y darles un hervor en las noches de memoria perfecta.

Quiero decir que, sin querer herir a nadie, intento olvidar el blanco y el negro recuperando los grises del tiempo que ya sólo existe en mi memoria, esa extraña, no sé si tortura o consuelo, contra la que solo se puede sobrevivir por los pelos.

Dejarlo quieto

Todos los elementos disminuyen su tamaño cuando su temperatura baja. Todos, excepto el agua, que al congelarse dentro de la botella la hace estallar.

Contraintuitivo es también el procedimiento para el olvido. Pues podría parecer que, dado el objetivo, habría que diseñar una táctica concreta, con acciones específicas y contraindicaciones manifiestas, que nos condujeran al final del proceso hacia la desmemoria.

Sin embargo, me temo que no. Que realmente no hay ninguna táctica más efectiva que no hacer nada nuevo, sino seguir haciendo todo eso que ya estamos haciendo. Eso que no satisface y que nos ha empujado, casi sin darnos cuenta, hasta la tesitura de decidirse a olvidar.

Depositar palabras sin sustancia, como una especie de fe de vida, de tanto en tanto en las maquinitas del dedo gordo. Mantener la falta de entusiasmo en las respuestas vagas, invocar refranes para desactivar discusiones, hablar del tiempo y de las efemérides que salen en los telediarios como si hubiéramos coincidido en un ascensor.

Desconfiar del otro y enviar fotografías de un sólo uso. Hablar con emojis y reenviarse las palabras que nos han enviado otros y que contienen esas palabras intensas que ya no cuela que nos digamos nosotros.

Encomendar a los planetas y sus alineaciones la posibilidad de una llamada, de un encuentro, siempre y cuando no tengamos otra cosa mejor que hacer en ese momento. Ofrecernos los bordes de la pizza, los filos del mapa, las horas intempestivas de mucho calor.

No hay que hacer nada, sino lo mismo. Hacer lo mismo, sin planes, sin mucho empeño, como si rellenáramos al tuntún la primitiva que nos ha encargado otro.

Y, entre tanto, darse cuenta de que, conforme van pasando las semanas, los meses, que ya no nos encontramos nada urgente que dar ni que recibir.

Puede que a nuestra intuición le parezca raro que para conseguir algo no haya que hacer nada nuevo. Pero lo cierto es que, para que algo se muera, solo hay que dejarlo quieto.

 

Completamente bien

Hace algunos años de aquello. La operación fue sencilla, si bien la parafernalia de los quirófanos siempre te intranquiliza un poco.

No se doblaba, hacía un chasquido insoportable al hacerlo y, por miedo, me condicionaba a la hora de coger las cosas.

Ahora está completamente bien. Al menos, así, visto desde la práctica cotidiana. Quizá debería decir que ha dejado de preocuparme y que ya hago con él todas las cosas que antes hacía.

Pero no, no es cierto. Funciona sin problemas, pero no como antes. Aún queda una zona sin sensibilidad justo al lado de otro trocito hipersensibilizado. Cuando pelo una mandarina, funciona, sí, la sujeto con la derecha y el dedo se encarga de ir quitando pedazos de cáscara.

Sin embargo, las sensaciones son diferentes. Intento no hacerles caso, porque, al fin y al cabo, la fruta se pela sin más dificultad. Pero algo de lo que se rompió no termina de volver a su ser anterior. Creo que lo más probable es que ya no vuelva y que la única salida sea adquirir poco a poco nuevas costumbres cuyo cambio acabará pasando inadvertido hasta convertirse en lo normal.

Ahora después, parece que ya no preocupa nada. Estoy completamente bien. O quizá debería decir que ha dejado de preocuparme y que vuelvo a hacer las mismas cosas que hacía antes. Porque funciono sin problemas, es verdad, pero no como antes. Se me ha quedado una zona sin sensibilidad justo al lado de otra hipersensible.

Sin embargo, las sensaciones son diferentes. Pero me temo que algo de lo que se rompió no terminará de volver a ser como antes.

Supongo que pasa siempre, puede que sin ser conscientes, que se adoptan poco a poco nuevas costumbres que, al cabo del tiempo sustituyen a las anteriores y se convierten en las normales. Ya con la pandemia tuvimos entrenamiento suficiente para saber que estar completamente bien no es lo mismo que estar igual que antes.

Se me ha quedado al aire esta sensación de ridículo, este verme de un modo patético. Se han hecho evidentes la falsa realidad de lo imaginario y este convencimiento doloroso de que, justo cuando más lo necesitamos, no nos servimos para nada.

Pero estoy bien, completamente bien, empezando en esta otra manera de estar completamente bien.

Saberse poquita cosa

Dejarse llevar por la desazón, por el desencanto, recibir lo cotidiano como limosna.

No hay que tomar grandes decisiones, no se trata de empujar hasta el abismo, no consiste en presionar contra la ausencia. Se trata de seguir haciendo lo mismo que te ha traído hasta la pesadumbre.

Degustar lo insípido de la relación que aun se sostiene vacilante, pero sin derribarla. Basta con prohibirse la ilusión que tiempo atrás señalaba los encuentros, las siglas, los mensajes inesperados.

Recibir cordialmente los donativos que ayudan a saberse poquita cosa. No protestar ante los impedimentos ni poner en duda las ganas del otro, saberse poquita cosa y aceptar que en cada vida siempre habrá mejores atractivos que nosotros.

No dar mucho pues, al saberse poquita cosa, uno entiende que no se puede pedir más. Pero agradecer, agradecer sinceramente, las dádivas que de tanto en tanto dejan caer en nuestras manos.

Para empezar a olvidar, hay que saberse poquita cosa y sobrellevar la lástima que se irradia. Nada como sentir la lástima de los demás para saberse poquita cosa. Nada como el óbolo de un mensaje sobre el calor que ya hace en este tiempo, para saberse, a ciencia cierta, tan poquita cosa como sea necesario para empezar a olvidar.

Ponerse a salvo

No se olvida para herir, sino para curarse. Para restañar las cicatrices de los sueños, para evitar los arañazos del recuerdo, para poder dejar de mirar atrás y no estamparse contra la siguiente columna.

Hay quienes piensan, después creer que lo han bordado, que olvidar es tirarlo todo por la borda. Pero se trata, en cambio, de un lento proceso selectivo, casi darwiniano, en el que poco a poco se aparta lo que duele, quizás también lo que encanta, hasta quedarse con un corazón sonámbulo y sin aristas. O al menos, intentarlo.

El devenir de los recuerdos es imparable, como un río revuelto que baja por la memoria. Vienen mezclados todos aquellos detalles que nos hicieron sentir estrellas brillando en la noche junto con los momentos en los que aquellos puntos de luz se hicieron fugaces hasta apagarse del todo. Pero no, no significa dejar de mirar la noche estrellada.

Olvidar es seleccionar, de algún modo, aquello que no nos estorba y ponerse a salvo de esa intemperie que nos deja ateridos. Una intemperie propia y ajena, interior y exterior, real e imaginaria. No se trata de ignorar las espinas de la rosa, sino de localizarlas meticulosamente y dejar de apretarlas con los dedos aunque el precio consista en dejar de sostener flores en las manos.

Ponerse a salvo de la propia memoria a través de la desmemoria, realizar un control de daños y reconocer que fueron, en su inmensa mayoría, autoinfligidos al fallar nuestras previsiones más optimistas, que fueron casi todas pues no en vano en ellas nos iba la vida.

Es durísimo, porque por cada cruz de cada moneda, siempre hay una cara indisoluble que hay que sacrificar también en la hoguera. Y por eso duele, ponerse a salvo no sale gratis ni está de oferta. Ponerse a salvo es confiar en un cálculo tembloroso que jamás sabremos si era el más ajustado.

Olvidar es apostar a no perder más de lo que ya se ha perdido, aun cuando estamos convencidos de que todo lo perderemos al fin y al cabo.

Ponerse a salvo ilusamente, ignorando que, tal vez a la vuelta de la esquina, volveremos a naufragar, también, sin salvavidas.

Olvidar y dejar de querer

¿Recuerda la mariposa que una vez fue gusano, larva, huevo?

Podrá entonces volar por los polvos de las alas, por la aerodinámica de su cuerpo, por el efecto Venturi desplegado sobre el regazo del bosque. Y volando será capaz de escapar de la gravedad de un pasado que la mantenía a ras de suelo.

En el proceso se pierden las fatigas y el esfuerzo, los vagones del tiempo ardiendo detrás y cayendo al pasado, los venenos que se usaron como antídoto contra la soledad, que es nuestro único enemigo. Se pierde la identidad en un acto íntimo y complejo, preservado por un capullo.

¿Acaso puede uno dejar de querer la seda que se obtuvo? ¿Acaso se pueden olvidar los hilos que nos unieron y nos separaron al mismo tiempo? Uno es y será siempre lo que ha ido siendo en cada fase del milagro, porque nos vamos conteniendo a nosotros mismos junto con todo lo que nos hizo ser como fuimos.

Olvidando se esgrime una defensa, se levanta una coraza, se atempera el ruido estridente que hacen los sueños al romperse. Olvidando se calma el corazón que galopaba a la hora del timbre mientras esperamos que la rutina implacable deje que los lunes vuelvan a ser lunes, que la playa vuelva a ser arena, que las siglas pierdan su significado mágico y se vuelvan indescifrables. Olvidar es una crema con la que aliviar los sarpullidos en la nostalgia, aunque no siempre funciona bien contra las canciones.

Pero dejar de querer es cambiar el objeto del deseo o, por lo menos, convertirlo en borroso para no reconocerlo. Vaciar la copa de vino hasta encontrar otra botella que tenga suficientes taninos para nublarnos la razón aunque sólo sea por un ratito. Dejar de querer es comprender, por fin, que Ítaca no estaba allí, sino dentro de uno mismo.

Se puede olvidar sin dejar de querer, sí, porque son muchas las deudas que el estómago tiene con las mariposas, porque son infinitas las maravillas que la mariposa le deberá para siempre al gusano que lleva dentro.

Cuando ya te haya olvidado y no estés, todas las palabras que me enseñaste a decir, silben en el viento que silben, caigan en el oído que caigan, te seguirán queriendo sin ti, sin mí, ellas solas.

 

Lo que decimos

Lo que decimos nos compromete, nos acerca a la vida, nos proyecta hacia el futuro: digo viaje y, aunque tal vez mis pies no se mueven, sé que hay un sueño o un recuerdo que cambian de sitio inopinadamente.

 Lo que no decimos, en cambio, nos hunde en el fondo del abismo. Se adhiere a nuestros pasos que se vuelven más cansinos, más pesados. A la máquina de las emociones se le rompe algún tornillo y notamos como chirrían vocablos en el espacio vacío que limita el sofá de una casa silenciosa.

 Somos lo que decimos y lo que hacemos, a la vista está que son nuestro modo de estar en el mundo, en todos los mundos: el modo de estar, también, en aquellos en los que nunca estamos, aquellos que viven en nosotros y de los que solo podemos saber gracias a las pantallas que refulgen en modo ausencia.

 Pero, con ser importante lo que decimos y lo que hacemos, no son nada comparados con la inmensa densidad que nos provoca lo que no hacemos, lo que no decimos: tengo ganas de verte, necesito besarte, ¿por qué no me abrazas?

 Todo está por hacer. Todo, absolutamente todo, está aún por decir. Cuando comprendes el entramado de las raíces del árbol, cuando te das cuenta de la metástasis imparable del silencio y cómo avanza, sílaba a sílaba, a través de ese oído que las decepciones nos entrenan hábilmente, entiendes el sencillo material que se necesita para el olvido.

 Hablar sin decir nada, cada día, animosamente, con el único objeto de que impedir que un juez te acuse de haber roto el hilo. Hablar del tiempo, del equipo de turno, de la anécdota de los otros, de la pena de alguien cercano, de la salud y su hojalata… Hablar de los vecinos.

 Callar estruendosamente los detalles más conspicuos del sexo solitario, callar las veinticuatro peticiones de auxilio de cada día, callar los poemas que has sido incapaz de poner por escrito, callar el ansia, callar el exorcismo.

 Hablar de nada y callar de todo, partir la conversación en silencios elocuentes y palabras insignificantes, ese es el camino. El camino de los emojis y las citas de Coello, el de los poemas de otros y las frases de grafiti.

 Estamos en el buen camino:

          cuídate, corazón
nos vemos pronto
otra vez será
estamos muy perdidos...
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