Hay que enfrentar los problemas, dicen todos los manuales. Odio esta frase hasta el mismo tuétano, entre otras cosas, porque si no estuviera literalmente traducida del inglés, diríamos afrontar; pero, sobre todo, odio que nadie aclare que antes hay que reunir el valor y la habilidad suficientes.
Como el primero no lo tengo y con la segunda estoy en ello, prefiero, antes que aceptar la derrota inevitable de la frasecita suicida, inventar una maniobra evasiva que me permita tener un respiro.
Parapetarme detrás de un silencio no demasiado elocuente y esperar a que el problema gaste todos sus municiones contra la roca. Dar largas, patadas a seguir, para que el otro se canse de correr detrás de la pelota.
No se pueden afrontar los problemas hasta que uno se siente con valor. La mejor maniobra evasiva es esconderse detrás del miedo y vender la derrota a la que nos somete como la armadura que nos protege de no tener que hacer lo que no hicimos.
Pero para empezar a olvidar, el enemigo es nuestra propia cabeza y sus obsesiones, sus círculos viciosos, sus impertinentes retornos a un pasado que nos deslumbra. Hay que luchar contra un ejército minúsculo y avasallador de ratos en los que, al dejar la mente libre, la burra vuelve al trigo.
Es necesario entonces detectar el ataque y disparar una respuesta aprendida: contra los recuerdos lanzar todas las dudas infinitas; contra los círculos viciosos, atravesarlos con otros círculos más viciosos todavía; contra las obsesiones, hacer un recuento de daños y enumerarlos detalladamente.
Esta es pues la maniobra evasiva final: para dejar de pensar en tigres blancos, pensar en elefantes marrones que se tumban en el barro y evitar que nos aplasten bajo su peso.