Este olvido que seremos (Página 2 de 2)

Después de intentar y fracasar, solo queda ir trayendo al presente, poco a poco, este olvido que seremos.

Este blog explora los sutiles, y muchas veces dolorosos, mecanismos interiores que hay que desplegar para afrontar el olvido, este olvido que ya somos en cuanto que nos decidimos a irlo vaciando de ausencias mientras probamos un lugar adecuado para depositarlo en el que no nos duela.

La idea surge de la contradicción tan impactante que hay entre lo sencillo que es olvidar aquellas cosas que quieres recordar (rostros, nombres, palabras…) y lo extraordinariamente difícil que se vuelve cuando se trata de aquello que necesitas quieres olvidar activamente.

Quizás es que no exista el olvido como opuesto del recuerdo, sino como el sitio en el que habita todo aquello que ya no importa.

No. No lo he conseguido. Y no sé si lo conseguiré.

Olvidar con palabras

Las palabras nunca son solo palabras. Son barcos, que decía Montero, y llevan toda suerte de travesías en sus esloras, como tienen las anclas salpicadas de moluscos y herrumbre de lugares sobre los que han ido envejeciendo.

Las palabras nunca son palabras, sino barcos, y navegan de época en época, fabricadas con materiales que se van modernizando, pero cuya misión es siempre la misma: flotar, no hundirse, no precipitarse al fondo aquel del que Arquímedes encontró una escapatoria inesperada y certera.

Demasiado preámbulo, siempre me lo dicen quienes me leen con los ojos chicos. Y mientras escribo esto, no dejo de pensar que preámbulo, omoplato, autóctono o Guartuna, son palabras que marcan un tiempo, una época, que se va derramando lentamente por las comisuras de los labios.

Si no fuera tan inculto, no me asombrarían tanto las palabras inesperadas que recibo, algunas veces, como una promesa de sintonía y, las más de las veces, como una barrera infranqueable de las de, colega, ¡ni de coña!

Y si fuera menos inculto, quizás sabría del daño que hacen las palabras: las que nos dicen, las que decimos, pero, sobre todo, de las que no. De las que esperamos que nos acaricien cuando más bajos estamos, de esas palabras exactas que siempre se nos ocurren cuando ha pasado todo de largo y la herida ya está sangrando.

Empezar a olvidar me tiene con este desasosiego insólito, con una indigestión de palabras no dichas, un revuelto de frases de amor y de odio, unos «te necesito ahora» liados con ciertos «vete a tomar por culo«, que fermentan en el estómago y producen efectos secundarios en el sueño de las pastillas.

Por eso escribo. Cada vez me parece más claro el desafío y más profunda la cicatriz de escribir para poder decir lo secreto, eso que siempre estoy a punto de decir y que nunca digo, eso que tanto aliviaría este runrún de sinvivires que llevo hirviendo en la cabeza.

Aliviaría decirlas en voz alta o, mejor aún, gritárselas a un mar embravecido o al eco de una montaña que no se sobresalte. Pero es que las palabras nunca son sólo palabras y, de sobra lo sé, suele suceder que ni siquiera con decirlas escribirlas basta.

Sin prisa

Cuando digo que lo bueno y lo malo de las personas, de las relaciones, de los avatares de la vida, vienen inseparablemente juntos y revueltos, parece que quiero decir que son cosas distintas.

Es más sutil. No se pueden separar los opuestos porque son el mismo. No hay un lado bueno del hombre y uno malo, sino que el hombre es uno, un uno que se sucede en el tiempo.

Los asuntos, las personas, vienen como un todo y, a veces, toca ver la belleza del fuego ardiendo en la chimenea y sentir su calor agradable; otras, en cambio, palidecer de terror frente al incendio. Pero el fuego es el mismo.

Por ejemplo, que todo pueda esperar es, sin duda, una señal de confianza, de tranquilidad, de saber que lo que hay no va a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Permite encontrar mejor momento, mejores palabras y, cuando llega, abrazarse con más ansia.

Pero que todo pueda esperar es también, al mismo tiempo, una dolorosa falta de urgencia. Colocar delante de todo las otras cosas que no siempre importan, los otros asuntos antes que los que dejan huella, las palabras de ascensor sonando más fuerte que los besos.

La espera es la misma, inseparablemente lenta, con su mismo huracán de la cabeza y sus mismos cambios de ritmo en el corazón. La espera es la misma, pero algunas veces, por predisposición o por cansancio, uno ve las sombras antes que la luz que las crea.

Todo puede esperar, es cierto, estoy de acuerdo. Si bien nos perdemos la terrible y hermosa toxicidad de lo urgente, las palabras revueltas con lágrimas, el corazón latiendo en los labios en mitad de lugares completamente inapropiados para el amor.

Cuando todo puede esperar nos hacemos menos daño, pero nos perdemos las heridas y su certeza de vida. Nos perdemos la intensidad y el drama. Nos perdemos el hilo de voz cuando apenas consigue salir del cuerpo. Nos perdemos silencios que requieren testigos presenciales para conjugarse. Nos perdemos la otra parte de nosotros mismos que no nos damos a conocer.

Aunque, si hay que elegir, así, sin esperas, yo elijo esperar, lo prefiero. Lo prefiero antes, ahora, luego. Prefiero esperar cuando todo puede esperar y el que espera no duda de su paciencia.

Pero sé que algunas veces no todo puede esperar y puede que alguno de los dos se rompa en la víspera y puede que el otro no sepa reconocer en la espera los pedazos que le lleguen.

El ridículo cotidiano

Agradezco el ridículo de los demás, la liturgia de la rodilla en tierra en el descanso del partido, la velocidad del avión con su pancarta de «te quiero, Borja Mari«, la pomposa vistosidad del ramo de flores y su tradición ancestral.

Lo agradezco porque no me lo parece. Veo en ello actos de amor y de desatino, convencido como estoy que el primero tiene mucho de lo segundo, y me da envidia no ser capaz de inventar algún artefacto parecido y correr el riesgo de colocarlo en la vida de alguien para que, después, haya salido como haya salido, pueda desenhebrarse de risa contando la anécdota.

Sin embargo, no puedo digerir convenientemente el otro ridículo, el ridículo progresivo y contumaz, el ridículo cotidiano. Ese que es tan ridículo que no reparas en su ridiculez inocente y continua.

Enviar saludos y recibir emojis. Pedir fotos a quien no tiene gusto en concederlas, hablar de playas a las que no se puede ir, acariciar una mano en el cine y salir de la función sin tocar el suelo. El ridículo de escribir textos como éste y vérselas delante de un interrogatorio de los que buscan enemigo.

Así, sueltos, los tomo bien, a veces hasta con gusto… Pero cuando uno se lía con el siguiente y con el otro y todos me dan vueltas entrelazados, se me hace bola y tengo que tragármelos enteros, con su mala digestión correspondiente.

Se me suben entonces los niveles de eso que algunas personas llaman dignidad, aunque yo sé que no es más que la hermana pequeña de la soberbia, eso que nos hace creer que sólo merecemos lo que deseamos, independientemente de lo que deseen los demás.

No me dura mucho, porque esa dignidad me acaba pareciendo más ridícula aún que los actos que la originaron. Y porque, después de unas cuantas vueltas, hasta la digestión más pesada termina y vuelvo a tener apetito y vuelvo a enviar canciones y frases lapidarias sobre fondo oscuro y vuelvo a escribir textos como éste y a imaginar playas a las que nunca iré y a disfrutar con las fotos antes de que las borren.

No lo digiero bien, pero sé, a ciencia cierta, que hago el ridículo: un ridículo contumaz y cotidiano, un ridículo inocente y continuo, un ridículo absurdo e infantil.

Sé que lo hago. Aunque a veces me canso durante una temporada y dejo de hacerlo. Pero he descubierto que es muchísimo peor no querer hacerlo: porque entonces resulta evidente y caigo en la cuenta de que no sé hacer ninguna otra cosa que no sea el ridículo.

Y eso sí que lo llevo mal. Tan mal como llevo sentir que me estoy haciendo pesado.

Entre tenerse

Lloro a veces con las películas.

Mi generación de hombres no llora y por eso lloro en silencio sin lágrimas, a veces, con las películas, con las noticias de los telediarios, con puñeteros versos de algún poema que me araña.

Pero luego, al mecanismo de la tele le sucede la siguiente escena, la victoria de un equipo, el remate final de la página que se pasa, y las lágrimas se evaporan en el calor de las mejillas.

Este dolor imaginario es cruento cuando aparece, deja llagas en el espíritu y, aunque se disuelve poco a poco mientras me dispongo a fregar los platos del almuerzo, me deja vejez y desencanto en el desempeño de ciertos aparatos que no son del cuerpo o que son parasimpáticos.

Lloro a veces con las películas, con las noticias de los telediarios, con rimas asonantes que se me quedan resonando, con pensamientos funestos de cosas que nunca pasaron, con los añicos de recuerdos que intento remover con las manos, con casi todo aquello que estuvo a punto de ser pero, ay, no fue nunca.

Me calma enseguida —y es algo que odio profundamente— saber que de nada de eso que me hace llorar depende mi vida, la de los míos, la de los pocos que aprecio. Porque me doy cuenta —y es algo que odio visceralmente— que todo lo que vivo en mis lágrimas no es sino imaginario.

Lloro a veces con películas, con historias bien o mal contadas, con frases afiladas que se me clavan en mitad de alguna conversación íntima. Lloro a veces con canciones que hablan de ti, de mí, de un tiempo que solo existe en mi memoria. Lloro a veces cuando escribo ciertos verbos reflexivos al lado de pronombres que se vuelven borrosos por el paso del tiempo.

Pero entonces caigo en la cuenta —y es algo que odio intensamente— que mi vida sigue sin depender de nada de eso, que puedo cerrar el libro, parar el video de youtube, apagar la tele, cambiar el tema de la conversación con más o menos elegancia, armarme de ratón y eliminar el texto tecleado… y se evaporan las lágrimas.

En el momento en que vuelvo a fregar los platos atrasados, a hacer el sofrito correspondiente, a echarle gasolina al coche viejo; en mitad de la secuencia en la que salgo a tirar la basura y mirar si en el buzón hay algo que no sea propaganda, entiendo —y es algo que me alivia y me entristece a la vez— que todo eso por lo que lloro no es más que entretenimiento.

Ella escribió, no sé exactamente con qué vehemencia, palabras de dedo gordo:

Yo sé que te tengo y tú? Sabes que me tienes??

Porque no queremos perder lo poco que aun nos queda, en mi respuesta le confundí amor con una manera de entre tenerse. Porque no queremos perder lo poco que todavía nos queda, no queremos saber que ya no queda nada más que lo imaginario, lo lavado con Perlán y suavizante de jabón de Marsella.

A veces lloro por películas, por canciones, por poemas. A veces lloro por amor. Y es una carga muy pesada que arrastro a través de los días, es una tristeza muda que me atenaza la garganta, es una espina infectada en el corazón de las palabras, saber que solo lloro por entretenimiento.

Intento lo de siempre, fregar los platos, barrer el patio, hacer la cama, madrugar para ir al trabajo… Pero no sé qué demonios ocurre, no sé de que nuevos trucos echar mano, que ya no desaparece el dolor de saber que mi vida no depende del origen de las lágrimas.

Lo que tú llamas desaprobación no es más que la punta de la tristeza que no consigo ocultar para no perder lo imaginario que aun nos queda. Una de mis maneras personales de no sentirme ridículo.

Empezar a olvidar

Ahora que aun es pronto para la desmemoria y tarde para salir indemne, empezar a olvidar es bailar en el filo de una navaja muy afilada que no tiene misericordia con las faltas de equilibrio. Se trata de acomodar un pie antes de levantar el otro y asumir el corte que habita en el corazón del acero.

La mejor manera de ganar una batalla es no tenerla que librar y por eso es que luchar a pecho descubierto contra la caprichosa memoria es un terrible acto de estupidez. En todo caso, es más efectivo establecer un pacto de no agresión con los buenos momentos que ella tenga a bien dispensarnos desde su arsenal de memorables pasados.

No se trata de renegar de aquellos momentos en los que tocamos la parte inferior de algún cielo, sino de comprender las nubes y su mecanismo del granizo. Es absurdo intentar trocar en infierno lo que fue paraíso, aunque muchos intentan enterrarlo bajo la montaña de metralla que el paso de los desencantos les ha ido dejando en los bolsillos.

Pero no sirve como estrategia, porque en el fondo uno no puede dejar de saber que, hasta el momento en que se acabó la botella, el vino que tomaba le sabía a gloria. Es mucho mejor dejar que la memoria misma se percate sorprendida de que, ese olvido que seremos, lo somos ya, ahora, todavía.

Digo empezar a olvidar porque el olvido no es un acto concreto, sino un proceso interminable e infinito. Un proceso natural, tan sencillo, tan simple que da miedo mirarlo a los ojos. Basta con dejar que el fragor de las agendas aplaste las palabras que ya no se dicen al oído.

Basta con dejar que las rutinas hagan incansablemente su trabajo más preciso: llenar de polvo los sueños, convertir milagros en ridículos y convencernos de que todo lo que hacemos y nos hacen no es sino más de lo mismo.

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