En las fotografías que ahora miro
de un tiempo que ha dejado de ser tiempo
para cifrarse en una sensación,
puedo palpar la verdad de los kilos,
levantar actas de cabellos blancos,
deshacer el enigma de los sitios.
Puede parecer que soy yo el que se va cambiando,
pero es la vida la que se altera alrededor
envejeciendo pieles amigas que acaricio,
arrugando los labios que beso, deformando
la realidad de los pechos a los que me asomo,
destintando los cabellos en los que se pierden
estas manos que ya no reciben como entonces
químicas del amor en los parques solitarios.
Sólo el insomnio queda. La inconsciencia
se ha vuelto decrepitud y nostalgia,
los amigos son cada vez más tiernos
que su propio recuerdo.
No soy yo el que cambia, siempre son ellos,
es la vida que se va retorciendo
como una turbulencia que me arrastra
hacia el acto final sin testigos.
Todo mengua despacio: el espíritu, la rabia,
la importancia de las cosas que se me disuelve
en el paso de los días rutinarios.
La esperanza hace aguas, el tumulto se aclimata
a unas pocas tardes raras de abril
que me llegan en desbandada, como si huyeran
hacia un futuro inexacto y difícil.
Me falta aire, el espacio se me agota.
Sólo los sueños crecen cuando te metes dentro
no sé por qué resquicio,
pero del resto de este mundo todo me falta
-la memoria, el presente, el desconcierto-,
y todo se me queda estrecho como un abrigo
heredado a destiempo.
Puede parecer que soy yo quien cambia,
pero es la vida la que cambia a mi alrededor
estrangulándome sobre mí mismo.
Sólo los sueños me guardan espacio,
supongo que porque siempre conquistan
el lado de la foto en que no estás.