Cosas que se guardan (Página 5 de 5)

A propósito de la memoria y de la propia identidad, escribí estos poemas como quien, buscando otra cosa, encuentra en el fondo de un cajón, objetos que le evocan las huellas de una vida que, probablemente, como todas las vidas, no es sino imaginaria. Y descubrí que por detrás de esos objetos aún se percibe esa vida que ya no es la vida, pero que nos ha traído hasta aquí.

Trastero

Desde el trastero de una casa rota
se ve lo leve que es el desacuerdo
entre olvidar y recordar sin gana.

Porque entonces se entiende
el tránsito sutil y doloroso
que troca en trastos viejos
lo que antes nos parecieron tesoros.

Hay un cajón, un desván,
algún sótano,
en donde amontonamos ferozmente
las filas silenciosas
de nuestro ejercito mudo de estorbos.

Cómo podría saber
empolvado en el trastero de quién
tiembla mi recuerdo
-quiero decir, mi olvido-
esperando sin fin
a que unas manos serenas,
una tarde gris de primavera,
le levanten el castigo.

Con el último cacharro rescatado de la estantería,
subiendo las escaleras del patio
que terminan bajo el celindo
florecido y oloroso,
con la noche palpitando en las esquinas,
mi último escalón fue el desconsuelo
de recordar tus ojos
cuando te enredabas en mi pelo
y me llamabas, en voz baja,
”mi tesoro”.

Flecha

Es la velocidad de cada flecha
la que administra el daño.

La penetrante forma de su punta,
la longitud del vástago,
los colores vistosos de sus plumas,
el material liviano
con el que percute, la ínfima brecha
por la que surca el aire,
solo son aderezos de la herida.

Pero es la rapidez con la que sale
de unos ojos certeros,
la celeridad con que va horadando
en mitad de la carne
una ráfaga de memoria abierta
que se clava hasta el fondo,
imborrable,
arraigando inseparable de la herida
que nos transforma en otro para siempre,
lo que temo.

Porque es la parsimonia con la que huye,
la demora en romper
la historia de dos cuerpos incrustados,
la lentitud salvaje
del tiempo largamente amoratado,
el tardo picor de las cicatrices
desatando soledades disjuntas,
lo que tanto me duele.

Con su disfraz brillante de bolígrafo
y su mudo idioma de isla metódica,
souvenir de aquel viaje
que nunca nos llevó a ninguna parte,
tapada por prendas que no me pongo
desde que tus manos me las quitaron
un dia inolvidable,
aparece encubierta en los cajones
una flecha inocente.

Pero quien, en aquel tiempo de besos,
hubiera adivinado
que la saeta que me atravesó el cielo
y un infierno
pudiera refugiarse en un cajón
tan roma, tan afónica,
tan ausente.

Porque es la velocidad de la flecha
la que ocasiona el daño,
verla quieta
me quita el miedo y la coraza
contra las nuevas flechas
que se anuncian silbando.

Mapa

Tarde o temprano ya nada es secreto
porque todas las magias
se rompen por el verso más endeble.

Por el hilo más fino sale el agua,
por la mano más tensa huye la arena,
de la red más tupida escapan peces.

Las cerraduras no están concebidas
para permanecer siempre cerradas,
su artificio es abrirse
tras el giro de la llave precisa
y mostrar lo que guardan.

Antes de ser planeada
ya tiembla cada clave por la espera
de una mano firme que la descifre.

Ninguna contraseña se resiste
al empeño ardoroso de los piratas.

Por la boca del mapa
se mueren los tesoros.

En sus cruces marcadas
se extinguen aquellos pasos que dimos
sobre una famosa ciudad prestada
del mismo modo que mueren ahora
todos los tropiezos de una memoria
mal doblada
en la indiferencia de los cajones.

En sus cruces marcadas
se extinguen aquellos pasos que dimos
sobre una famosa ciudad prestada
del mismo modo que expiran ahora
en la indiferencia de los cajones
viejos trayectos de nuestra memoria
mal plegada.

Carta de amor

¿Crees tú que alguien feliz
debe, puede, sabe coger teclados
y escribir cartas de amor? ¿O más bien
debería dedicarse a repasar
muy cuidadosamente
la sinuosa línea de unos labios
que le están sonríendo desde la cama?

Como un aceite que escurre viscoso
sobre la piel tendida que se desea
y la empapa despacio, hacia el origen;
como mano que aparta
cabellos del hombro en el que se quiere
apoyar una vida,
como un gemido que casi no tiene
que tocar el aire para pasar
de una boca
a otra igual de expectante,
puedo decir ahora que jamás
recibí cartas de amor tan hermosas
como esas que se escriben
sin usar la más mínima palabra.

De hecho, no existen las cartas de amor.

Todas esas que pueden parecerlo
y que suelen dejar un sabor dulce
sobre los ávidos ojos lectores
que las camuflan luego
entre las páginas de cierto libro
o en un cajón, no son cartas de amor,
sino cartas de ausencia
que, luego o más tarde, según el caso,
se impregnan de ese olor a papel viejo
que amarga las victorias.

Entrada

Si la vida es cine o sueño,
si la memoria consiste en contarse
el mismo melodrama que parece distinto
cuando cada uno lo desordena a su modo,
si el tiempo también arruga la piel del celuloide
en el que una vez actuamos,
quizá no lo sabremos
hasta que vayan subiendo nuestros nombres
por los títulos de crédito.

Entretanto, me temo,
que se rueda la película sin red,
que el guión va cambiando de dirección
a cada momento, que no se puede
deshacer una noche americana.

Si pude, tal vez, dejar caer
disimuladamente mi brazo
alrededor de tu cuello,
si debí, quizás, susurrarte
palabras más acogedoras
que el riesgo de suponer un asesino,
si hubiera sido más necesario,
nunca se sabe, comentar
el café que nos tomamos
en vez de jugar a cineastas,
ya no debe importarnos.

Porque no puede rebobinarse la cinta,
ni rodarse otra toma de la escena
en la que cada uno tira para un lado,
ni cambiar un final por otro
de los tantos que cada quien imaginó.

Ya sólo se puede
guardar lo que queda de esa tarde
en aquella entrada de la fila diez
y de la butaca de tu izquierda,
y hablar lejanamente de películas
o de ir al cine de tanto en tanto
como si nunca hubiera
pasado nada.

Y solo esperar que se nos ilumine,
con un silencio o con un suspiro,
algún título borroso
con el que tropecemos
mientras todas las películas siguen,
si es que la vida es cine
o es sueño.

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