De tanto mantener
los brazos levantados
-se pronuncia en voz alta el dos de mayo-,
he dejado de creer en fusiles.
¡Llévame hacia el jardín de las delicias,
borracho, como esos que tengo enfrente!
Sé que Velázquez ayuna los sábados
mientras mira visitantes desde sus Meninas
y se deja la hogaza del almuerzo
en el filo de la mesa, a punto
de caerse al suelo.
Preferiría haber sido
-añade el no fusilado-
conversador en pijama
sobre paredes azules,
adorando un carro de heno,
cirujano de piedras de la locura.
Eternamente retorcido de gusto
en un beso rodeniano
o hirsuto del dolor de San Sebastián.
A mí, en cambio, me encanta ser Durero
-interrumpe Durero
desde su autosuicidio.
Que nadie le haga caso
-argumenta la víctima de Goya-.
Que si aquí los días siempre son amargos,
si matan la esperanza con lumbagos
de la insufrible rendición de Breda,
qué terribles son las noches de museo :
cuando las luces se apagan y nadie nos mira,
los caballos relinchan,
las paredes se llenan
con los ojos vidriosos de tantos retratados,
la fe de los mártires no mueve el óleo
y tiritan de deseo frío las majas,
sobre todo
las desnudas.
Qué todos se fijen en este ejemplo:
de tanto mantener esa mística sonrisa
iluminando siglos y el centro de la sala,
la Mona Lisa ha dejado de creer
en el sol, en su Leonardo y en las lágrimas.
Perdurar no tiene ningún sentido,
el deterioro es parte de la vida,
no se arriesguen a terminar sus días
estampados en lienzo
o en ortografía,
escarmienten en vida
y no se les ocurra nunca
posar para un cuadro.
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