Algunas tardes largas
me invade los ojos una extrañeza templada
al darme cuenta de que el amor siempre
sucede en el pasado.

Me quedo entonces quieto,
pájaro aterido por la tormenta,
en esa calma efervescente de las esperas
cuando el rumor de todos los pasillos
nos suena a corazón acelerado.

La piel se me congela a bocanadas
conforme la tarde pasa metódica,
despiadada, dejando una invisible
estela de desorden
por donde confundo la endeble ausencia
de quien no ha terminado de llegar
con el duro vacío de quienes nunca
han acabado de irse.

Más que por una cuestión de principios
y finales, ese endeble color
ceniciento en las palabras
que quedan dispersas en los teléfonos
me enseña que el amor
es un invento pasajero de otros,
con sus metáforas indecisas y su miedo,
un miedo indestructible
que se va desfigurando en silencio,
allá, en los alrededores de un cuerpo
que se tergiversa deshabitado
en el lado derecho de otra vida.

Algunos ojos templados me invaden
la tarde con una extrañeza larga
al darme cuenta de que el amor siempre
sucede en el pasado.

El amor siempre es pasado

Algunas tardes
me siento extraño en mis propios ojos,
mirando como el amor siempre
sucede en el pasado.

Me quedo quieto,
pájaro derribado por la tormenta,
en esa calma intranquila de las esperas
cuando los pasos de nunca
suenan idénticos a los de ayer.

La piel se enfría a bocanadas
conforme la tarde pasa despiadada y metódica
dejando un invisible rastro de desorden,
por donde se confunde
la frágil ausencia
de quien no termina de llegar
con la inmediatez de quien
nunca acaba de irse.

Aprendo entonces que el amor
siempre es un invento de otros,
con sus metáforas indecisas y su miedo,
ese miedo
que no se crea ni se destruye,
sino que se transforma en silencio,
allá, en los alrededores de un cuerpo
que se consume deshabitado
en el lado derecho de otra vida.

(Versión anterior)