Agradezco el ridículo de los demás, la liturgia de la rodilla en tierra en el descanso del partido, la velocidad del avión con su pancarta de «te quiero, Borja Mari«, la pomposa vistosidad del ramo de flores y su tradición ancestral.
Lo agradezco porque no me lo parece. Veo en ello actos de amor y de desatino, convencido como estoy que el primero tiene mucho de lo segundo, y me da envidia no ser capaz de inventar algún artefacto parecido y correr el riesgo de colocarlo en la vida de alguien para que, después, haya salido como haya salido, pueda desenhebrarse de risa contando la anécdota.
Sin embargo, no puedo digerir convenientemente el otro ridículo, el ridículo progresivo y contumaz, el ridículo cotidiano. Ese que es tan ridículo que no reparas en su ridiculez inocente y continua.
Enviar saludos y recibir emojis. Pedir fotos a quien no tiene gusto en concederlas, hablar de playas a las que no se puede ir, acariciar una mano en el cine y salir de la función sin tocar el suelo. El ridículo de escribir textos como éste y vérselas delante de un interrogatorio de los que buscan enemigo.
Así, sueltos, los tomo bien, a veces hasta con gusto… Pero cuando uno se lía con el siguiente y con el otro y todos me dan vueltas entrelazados, se me hace bola y tengo que tragármelos enteros, con su mala digestión correspondiente.
Se me suben entonces los niveles de eso que algunas personas llaman dignidad, aunque yo sé que no es más que la hermana pequeña de la soberbia, eso que nos hace creer que sólo merecemos lo que deseamos, independientemente de lo que deseen los demás.
No me dura mucho, porque esa dignidad me acaba pareciendo más ridícula aún que los actos que la originaron. Y porque, después de unas cuantas vueltas, hasta la digestión más pesada termina y vuelvo a tener apetito y vuelvo a enviar canciones y frases lapidarias sobre fondo oscuro y vuelvo a escribir textos como éste y a imaginar playas a las que nunca iré y a disfrutar con las fotos antes de que las borren.
No lo digiero bien, pero sé, a ciencia cierta, que hago el ridículo: un ridículo contumaz y cotidiano, un ridículo inocente y continuo, un ridículo absurdo e infantil.
Sé que lo hago. Aunque a veces me canso durante una temporada y dejo de hacerlo. Pero he descubierto que es muchísimo peor no querer hacerlo: porque entonces resulta evidente y caigo en la cuenta de que no sé hacer ninguna otra cosa que no sea el ridículo.
Y eso sí que lo llevo mal. Tan mal como llevo sentir que me estoy haciendo pesado.
Deja una respuesta