Ahora que aun es pronto para la desmemoria y tarde para salir indemne, empezar a olvidar es bailar en el filo de una navaja muy afilada que no tiene misericordia con las faltas de equilibrio. Se trata de acomodar un pie antes de levantar el otro y asumir el corte que habita en el corazón del acero.

La mejor manera de ganar una batalla es no tenerla que librar y por eso es que luchar a pecho descubierto contra la caprichosa memoria es un terrible acto de estupidez. En todo caso, es más efectivo establecer un pacto de no agresión con los buenos momentos que ella tenga a bien dispensarnos desde su arsenal de memorables pasados.

No se trata de renegar de aquellos momentos en los que tocamos la parte inferior de algún cielo, sino de comprender las nubes y su mecanismo del granizo. Es absurdo intentar trocar en infierno lo que fue paraíso, aunque muchos intentan enterrarlo bajo la montaña de metralla que el paso de los desencantos les ha ido dejando en los bolsillos.

Pero no sirve como estrategia, porque en el fondo uno no puede dejar de saber que, hasta el momento en que se acabó la botella, el vino que tomaba le sabía a gloria. Es mucho mejor dejar que la memoria misma se percate sorprendida de que, ese olvido que seremos, lo somos ya, ahora, todavía.

Digo empezar a olvidar porque el olvido no es un acto concreto, sino un proceso interminable e infinito. Un proceso natural, tan sencillo, tan simple que da miedo mirarlo a los ojos. Basta con dejar que el fragor de las agendas aplaste las palabras que ya no se dicen al oído.

Basta con dejar que las rutinas hagan incansablemente su trabajo más preciso: llenar de polvo los sueños, convertir milagros en ridículos y convencernos de que todo lo que hacemos y nos hacen no es sino más de lo mismo.