Lloro a veces con las películas.

Mi generación de hombres no llora y por eso lloro en silencio sin lágrimas, a veces, con las películas, con las noticias de los telediarios, con puñeteros versos de algún poema que me araña.

Pero luego, al mecanismo de la tele le sucede la siguiente escena, la victoria de un equipo, el remate final de la página que se pasa, y las lágrimas se evaporan en el calor de las mejillas.

Este dolor imaginario es cruento cuando aparece, deja llagas en el espíritu y, aunque se disuelve poco a poco mientras me dispongo a fregar los platos del almuerzo, me deja vejez y desencanto en el desempeño de ciertos aparatos que no son del cuerpo o que son parasimpáticos.

Lloro a veces con las películas, con las noticias de los telediarios, con rimas asonantes que se me quedan resonando, con pensamientos funestos de cosas que nunca pasaron, con los añicos de recuerdos que intento remover con las manos, con casi todo aquello que estuvo a punto de ser pero, ay, no fue nunca.

Me calma enseguida —y es algo que odio profundamente— saber que de nada de eso que me hace llorar depende mi vida, la de los míos, la de los pocos que aprecio. Porque me doy cuenta —y es algo que odio visceralmente— que todo lo que vivo en mis lágrimas no es sino imaginario.

Lloro a veces con películas, con historias bien o mal contadas, con frases afiladas que se me clavan en mitad de alguna conversación íntima. Lloro a veces con canciones que hablan de ti, de mí, de un tiempo que solo existe en mi memoria. Lloro a veces cuando escribo ciertos verbos reflexivos al lado de pronombres que se vuelven borrosos por el paso del tiempo.

Pero entonces caigo en la cuenta —y es algo que odio intensamente— que mi vida sigue sin depender de nada de eso, que puedo cerrar el libro, parar el video de youtube, apagar la tele, cambiar el tema de la conversación con más o menos elegancia, armarme de ratón y eliminar el texto tecleado… y se evaporan las lágrimas.

En el momento en que vuelvo a fregar los platos atrasados, a hacer el sofrito correspondiente, a echarle gasolina al coche viejo; en mitad de la secuencia en la que salgo a tirar la basura y mirar si en el buzón hay algo que no sea propaganda, entiendo —y es algo que me alivia y me entristece a la vez— que todo eso por lo que lloro no es más que entretenimiento.

Ella escribió, no sé exactamente con qué vehemencia, palabras de dedo gordo:

Yo sé que te tengo y tú? Sabes que me tienes??

Porque no queremos perder lo poco que aun nos queda, en mi respuesta le confundí amor con una manera de entre tenerse. Porque no queremos perder lo poco que todavía nos queda, no queremos saber que ya no queda nada más que lo imaginario, lo lavado con Perlán y suavizante de jabón de Marsella.

A veces lloro por películas, por canciones, por poemas. A veces lloro por amor. Y es una carga muy pesada que arrastro a través de los días, es una tristeza muda que me atenaza la garganta, es una espina infectada en el corazón de las palabras, saber que solo lloro por entretenimiento.

Intento lo de siempre, fregar los platos, barrer el patio, hacer la cama, madrugar para ir al trabajo… Pero no sé qué demonios ocurre, no sé de que nuevos trucos echar mano, que ya no desaparece el dolor de saber que mi vida no depende del origen de las lágrimas.

Lo que tú llamas desaprobación no es más que la punta de la tristeza que no consigo ocultar para no perder lo imaginario que aun nos queda. Una de mis maneras personales de no sentirme ridículo.