A las paredes no les conviene
afeitarse con el filo de las mudanzas.

Comienzan a supurar los matices, las marcas
que el tedio de los años fue amontonando,
las heridas con que el terco mobiliario se resiste
a traicionar la geometría de los armarios.

La mudanza va desgajando en cristales
las luces que parecían estar encendidas
y las estancias desnudas se tapan con el eco
de los últimos pasos del insomnio por la cocina.

Una casa vacía es un fetiche que se profana,
una ventana cerrada que solo deja entrar sombras,
es un verso fielmente intraducible a otro idioma
que no sea el lenguaje de las sábanas.

Uno pone las mismas piezas en otra casilla
con la táctica sencilla de dividir el sueldo,
pero siempre es el mismo tablero, la misma dama.

Una mudanza es un juego violento, un movimiento
de enroque sobre paredes recién afeitadas.

Cada mudanza es un retorno que deja
restos de amargura bajo las uñas,
abalorios heridos de muerte entre las bolsas,
un polvo desolado en el silencio
y la luz tenue de las horas muertas.

Por sutil que sea la mano que mece la pintura,
por bien envueltas que vayan
las lámparas hacia el precipicio,
aunque al salir se cierre la puerta
con mucho mimo y muy despacio,
todas las mudanzas incorporan de serie
las aspereza del tiempo de los abogados.

Cada mudanza es un retorno, un convenio roto
que tenían el futuro y el pasado,
cada mudanza es un retorno al otro sitio inevitable,
ese que ya nadie recordaba,
el tiempo anterior a que un nosotros
fuese un tú y un yo inhabitable.