No existe el pasado perfecto y sin embargo puede tumbar cualquier intento serio de sacudirse un recuerdo.

Porque la memoria es una extraña, no sé si el cerebro nos protege o nos secuestra, que le da brillos deslumbrantes a detalles que, al mismo tiempo que sabemos que duraron un segundo, parecen no haber acabado todavía.

Nos encierra, en la habitación del fondo a la derecha, los tropiezos, las ganas de llorar, el ridículo cotidiano y espantoso de dar continua y exactamente lo que el otro no necesita. Enmaraña el hilo de los agravios y los resuelve en humo que sube formando figuras caprichosas.

La memoria permite que echemos de menos, incluso lo que nunca pasó, pero no consiente en revivir las angustias recursivas, los agravios comparativos, el destrozo con el que los sueños explotaron en nuestra cara mucho antes de poderlos tocar con los dedos.

No sé si el cerebro nos protege o nos desarma, dejando que las sombras que perseguimos pesen más que las vísceras que no palpamos. Tal vez es que esos recuerdos amables sean metralla que se lanza uno mismo encima para creer que salimos intactos del derrumbe.

El caso es que nos protege o nos remata, dejando que el hueco de las ausencias se espese hasta formar un nudo en la garganta que hay que tragarse, sobre todo de noche, cuando no se ve nada alrededor a lo que agarrarse.

No existe el pasado perfecto, pero lo parece. Y lo parece tanto que cualquier canción dispara la fuga del gas, rompe las barreras que nos impusimos, inunda de agua el desierto de la soledad en la que nos hemos perdido a propósito.

No obstante, estoy descubriendo que hay que empeñarse en recolectar las imperfecciones de aquellos escasos momentos que parecen de acero inoxidable y darles un hervor en las noches de memoria perfecta.

Quiero decir que, sin querer herir a nadie, intento olvidar el blanco y el negro recuperando los grises del tiempo que ya sólo existe en mi memoria, esa extraña, no sé si tortura o consuelo, contra la que solo se puede sobrevivir por los pelos.