Dejarse llevar por la desazón, por el desencanto, recibir lo cotidiano como limosna.

No hay que tomar grandes decisiones, no se trata de empujar hasta el abismo, no consiste en presionar contra la ausencia. Se trata de seguir haciendo lo mismo que te ha traído hasta la pesadumbre.

Degustar lo insípido de la relación que aun se sostiene vacilante, pero sin derribarla. Basta con prohibirse la ilusión que tiempo atrás señalaba los encuentros, las siglas, los mensajes inesperados.

Recibir cordialmente los donativos que ayudan a saberse poquita cosa. No protestar ante los impedimentos ni poner en duda las ganas del otro, saberse poquita cosa y aceptar que en cada vida siempre habrá mejores atractivos que nosotros.

No dar mucho pues, al saberse poquita cosa, uno entiende que no se puede pedir más. Pero agradecer, agradecer sinceramente, las dádivas que de tanto en tanto dejan caer en nuestras manos.

Para empezar a olvidar, hay que saberse poquita cosa y sobrellevar la lástima que se irradia. Nada como sentir la lástima de los demás para saberse poquita cosa. Nada como el óbolo de un mensaje sobre el calor que ya hace en este tiempo, para saberse, a ciencia cierta, tan poquita cosa como sea necesario para empezar a olvidar.