Pues no sabemos.

Vamos, que se tiran 25 minutos dale que te pego con los niveles de concreción curricular, con el Decreto 1630 y la madre que parió a Decroly —nunca sabré si es un apellido llano o agudo— y, de repente, se callan.

Abren un poco más los ojos, eso sí, aunque no sé si para ahuyentar una lágrima o para reclamar una respuesta, y se quedan calladas. Al cabo de un tiempo prudencial hay que preguntarles que si han terminado. Y entonces asienten. Se les da las gracias, se para el cronómetro, recogen su tenderete de manualidades y se van.

No sabemos terminar de hablar. En el debate del estado de la nación —que ni ha sido debate, ni sabemos del estado, ni le ha interesado a ninguna nación— ha pasado lo mismo. El orador u oradora, termina sus folios y espera a ver si alguien aplaude para poderse bajar del atril con cierto garbo marinero.

Aunque lo que tal vez sí que sepamos muy bien sea dejar de hablar con las personas que peor nos caen, sí, pero, especialmente, sabemos dejar de hablar con aquellas a quienes más queremos.

Que me dijo que tú a lo tuyo, que yo saludo y responde al día siguiente, que la canción que me dedica habla de un desastre… Que me responde con emoticonos y que yo no voy a ser menos. Que empiece ella, si tanta gana tiene, que yo le dije pero salió por peteneras. Que ayer, que le dieran; que hoy, que por favor diga algo; que mañana me temo lo peor…

Ya lo decía el poeta Rosales, que uno solo se equivoca precisamente en aquello que más le importa. Y aunque parece —y lo es— un pensamiento profundísimo, no deja de ser cierto que, cuando nos equivocamos en lo que no nos importa un pimiento, pues eso, que ni es equivocación ni es nada ni nos importa un pimiento —no sé si el mismo u otro similar.

Dejamos de hablar pero, en el fondo, nunca dejamos de hablar. Y mientras van recitando los objetivos generales de la etapa, nosotros nos enfrascamos en un diálogo interior que nos ocupa hasta que las muchachas llegan a la metodología y a la organización del tiempo en rutinas.

Y en el larguísimo rato en el que desmenuzan sus actividades, profusamente ilustradas con todo tipo de enseres sacados de una maleta, vuelta la burra al trigo de la conversación ininterrumpida con los ausentes.

Hasta que oyes que «la evaluación será global, continua y formativa» y vuelves en ti dispuesto a sentenciar con una nota otro de tantos discursos mediocres y aburridos de los que te ha tocado soportar. Y después del papeleo, hasta que entra la siguiente, retomas la conversación donde se quedó, o la repites una y otra vez, como ensayándola delante del espejo.

Sabemos dejar de hablar, pero no sabemos terminar de hablar. Y, en realidad, son dos de las cosas que más me urge hacérmelas mirar para desaprender la primera y olvidar todo lo que sé de la segunda. A ver si así consigo disolver esta furia interna que tengo, que no había tenido antes, que no consigo descifrar y que las pastillas no curan, aunque permiten un respiro.

Pero que nadie se asuste, que no voy a cometer ninguna locura. Yo no sé hacer esas cosas. Es mucho peor, muchísimo peor: de lo que estoy al borde, es de la sensatez

De la misma puta sensatez de siempre.