julio2022

Competencias

Cuando me preguntan por el asunto este de enseñar por competencias, siempre respondo la misma tarandilla que me tuve que aprender para ponerla en las programaciones: «lograr que nuestros estudiantes sean capaces de llevar el conocimiento a la realidad que les rodea, que aprendan de manera práctica los propios contenidos teóricos que les corresponda en todas las áreas».

Claro, así dicho suena divinamente, no se puede negar, pero no hay quien se trague el sapo y a mí, hablar de competencias más allá de lo justo para cubrir el expediente, la verdad es que se me hace bola.

Así que cuando insisten, se lo traduzco a lenguaje más natural y más realista: educar por competencias consiste en creer que si le das un clip a un niño y usas las metodologías más modernas, conseguirás que haga lo mismo que MacGyver. Y si no sabes quién es ese tal MacGyver, por favor, déjame un comentario en el que me cuentes en qué clase de cueva has estado viviendo hasta hoy. Siento curiosidad.

Quizá sea mejor abordarlo desde otra perspectiva: lo que este americanito de pelis molonas sabe hacer con un tornillo oxidado… ¿lo aprendió en la escuela, instituto o universidad? ¿Se lo enseñó alguien, digo alguien concreto, con nombre y apellidos americanos (o chinos)? ¿Lo descubrió él solo, por su cuenta, a base de destrozar muelles de bolis de botoncico o comprando azufre en una droguería diciendo que era para que los perros de los vecinos no se mearan en su puerta?

No sé, no parece que haya quedado demasiado claro lo que quiero decir. Se ve que a mi no me educaron por competencias, y esa es una mancha indeleble que tendré que arrastrar toda la vida. Casi es mejor que nos quedemos con lo del rubiales y el clip, no sin antes desvelar lo que todo el mundo sabe: que todos los clips del mundo están en Alemania. O en China, o en Estados Unidos, o en Taiwan… Vamos, que están fuera de España.

Aunque podría intentar un tercer enfoque, que no se diga que no lo intento. A ver… ¿Conoces a algún o alguna incompetente? ¡Claro que sí, qué pregunta! Unos manejan divinamente la incompetencia de joder por joder, otros la incompetencia de hablar por hablar y, los más peligrosos, dominan la incompetencia de inventar leyes educativas cuando se aburren de tanto rascarse las partes más sensibles. Y con este último sintagma —¡olé mi competencia lingüística!— se me viene a la mente el anuncio aquel que preguntaba «¿a qué huelen las nubes?«.

En fin, lo que quería decir, después de tanta palabrería, es que no sé qué es educar por competencias. Ni lo sé yo, ni lo sabe nadie: espero que algún día aborden el asunto en el programa de Iker Jiménez, para salir de dudas.

Lo que sí que sé es que, cuando te encuentres delante de una persona incompetente, por dios, por dios, por dios… no se te ocurra darle un clip


 PD: Me asustan las competencias. Porque la competencia siempre tiene las de ganar. Porque siempre pierdo, incluso cuando compito conmigo mismo.

Terminar de hablar

Pues no sabemos.

Vamos, que se tiran 25 minutos dale que te pego con los niveles de concreción curricular, con el Decreto 1630 y la madre que parió a Decroly —nunca sabré si es un apellido llano o agudo— y, de repente, se callan.

Abren un poco más los ojos, eso sí, aunque no sé si para ahuyentar una lágrima o para reclamar una respuesta, y se quedan calladas. Al cabo de un tiempo prudencial hay que preguntarles que si han terminado. Y entonces asienten. Se les da las gracias, se para el cronómetro, recogen su tenderete de manualidades y se van.

No sabemos terminar de hablar. En el debate del estado de la nación —que ni ha sido debate, ni sabemos del estado, ni le ha interesado a ninguna nación— ha pasado lo mismo. El orador u oradora, termina sus folios y espera a ver si alguien aplaude para poderse bajar del atril con cierto garbo marinero.

Aunque lo que tal vez sí que sepamos muy bien sea dejar de hablar con las personas que peor nos caen, sí, pero, especialmente, sabemos dejar de hablar con aquellas a quienes más queremos.

Que me dijo que tú a lo tuyo, que yo saludo y responde al día siguiente, que la canción que me dedica habla de un desastre… Que me responde con emoticonos y que yo no voy a ser menos. Que empiece ella, si tanta gana tiene, que yo le dije pero salió por peteneras. Que ayer, que le dieran; que hoy, que por favor diga algo; que mañana me temo lo peor…

Ya lo decía el poeta Rosales, que uno solo se equivoca precisamente en aquello que más le importa. Y aunque parece —y lo es— un pensamiento profundísimo, no deja de ser cierto que, cuando nos equivocamos en lo que no nos importa un pimiento, pues eso, que ni es equivocación ni es nada ni nos importa un pimiento —no sé si el mismo u otro similar.

Dejamos de hablar pero, en el fondo, nunca dejamos de hablar. Y mientras van recitando los objetivos generales de la etapa, nosotros nos enfrascamos en un diálogo interior que nos ocupa hasta que las muchachas llegan a la metodología y a la organización del tiempo en rutinas.

Y en el larguísimo rato en el que desmenuzan sus actividades, profusamente ilustradas con todo tipo de enseres sacados de una maleta, vuelta la burra al trigo de la conversación ininterrumpida con los ausentes.

Hasta que oyes que «la evaluación será global, continua y formativa» y vuelves en ti dispuesto a sentenciar con una nota otro de tantos discursos mediocres y aburridos de los que te ha tocado soportar. Y después del papeleo, hasta que entra la siguiente, retomas la conversación donde se quedó, o la repites una y otra vez, como ensayándola delante del espejo.

Sabemos dejar de hablar, pero no sabemos terminar de hablar. Y, en realidad, son dos de las cosas que más me urge hacérmelas mirar para desaprender la primera y olvidar todo lo que sé de la segunda. A ver si así consigo disolver esta furia interna que tengo, que no había tenido antes, que no consigo descifrar y que las pastillas no curan, aunque permiten un respiro.

Pero que nadie se asuste, que no voy a cometer ninguna locura. Yo no sé hacer esas cosas. Es mucho peor, muchísimo peor: de lo que estoy al borde, es de la sensatez

De la misma puta sensatez de siempre.

Estar a la última

Vengo del tribunal y estoy a la última. Me sé los reales decretos y los ficticios también, las órdenes y las contraórdenes educativas, las citas de autores de fama mundial, como si las hubiera escrito yo. O sea, que no me acuerdo de nada, que es lo que me pasa con lo que escribo.

Pero estoy a la última en códigos QR, en metodologías novedosas y en planificación de ambientes. Estoy a la última en relacionar objetivos, contenidos y criterios de evaluación, eso sí, abreviando un poco el largo brazo de los párrafos de la pedagogía.

Estoy a la última en selección de recursos y en organización de proyectos de investigación, así como estoy a la última en formularios de autoevaluación: mía, del proceso y del texto que me sale como me sale.

Es bonito estar a la última, mola, aunque es muy cansado. Son muchas horas de escuchar la misma cinta de casete (habrá quien no sepa ni qué es eso), que se rebobina cada media hora y vuelve a sonar con las mismas canciones que llevan la misma música y con letras tan parecidas que podría decirse que toda la cinta está grabada con la misma tararera*.

Ha costado trabajo, sí, pero estoy a la última. Eso sí, estoy a la última, pero a la última de una legislación que ya está derogada. Y toma bajonazo y átalo con una guita, chaval.

Siempre me pasa lo mismo. En los 90 conseguí estar a la última de la música de los 70. En los 2000, de la música de los 80. En los 2010, a la última de Serrat.

Llego tarde a estar a la última. En general llego tarde a todo, supongo que por cobardía, aunque podría llamarlo prudencia y quedar mejor.

Pero el caso es que estoy a la última, que no es lo mismo que estar en las últimas. Hay que ver lo que cambian la visión de las cosas una preposición y un plural convenientemente colocados.

Lo cambian hasta el punto de que acabo de tener un presentimiento terrible. Hay personas de las que estoy tan a la última, que lo más probable es que me estén derogando ahora, en este preciso momento, durante este último tribunal del que he salido a la última.

Quizá sea cierto que esté en las últimas y sin embargo, aquí yo, proponiéndome verlo todo con otra mirada, intentando tomarme el humor de la vida en ayunas y antes de que se le vayan las vitaminas.

Ojalá el presentimiento no se cumpla y pueda seguir en vigor unos besos más, algunos abrazos que todavía queden sin estrenar y pequeñas arenas de corta duración pero de recuerdo infinito. Espero que aún me quede alguna disposición transitoria a la que agradecerle algunos minutos más de cielo.

Quizá por eso me cueste tanto estar a la última. Porque siempre he preferido estar a la primera, no saberme bien los temas y seguir ensayando y errando, delante de un espejo como este, todo lo que me queda por decir.

Es posible que esté ahí el meollo de la rabia que a ratos no me deja escribir respirar.


(*) Según la RAE, la palabra tararera no existe en castellano. Así que me la he inventado yo y es mía. Pero te la regalo, en compensación por las tantas que me has regalado tú a mí.

Las palabras

Las palabras nunca son solo palabras. Son barcos, que decía Montero, y llevan toda suerte de travesías en sus esloras, como tienen las anclas salpicadas de moluscos y herrumbre de lugares sobre los que han ido envejeciendo.

Las palabras nunca son palabras, sino barcos, y navegan de época en época, fabricadas con materiales que se van modernizando, pero cuya misión es siempre la misma: flotar, no hundirse, no precipitarse al fondo aquel del que Arquímedes encontró una escapatoria inesperada y certera.

Demasiado preámbulo, siempre me lo dicen quienes me leen con los ojos chicos. Y mientras escribo esto, no dejo de pensar que preámbulo, omoplato, autóctono o Guartuna, son palabras que marcan un tiempo, una época, que se va derramando lentamente por las comisuras de los labios.

Si no fuera tan inculto, no me asombrarían tanto las palabras inesperadas que recibo, algunas veces, como una promesa de sintonía y, las más de las veces, como una barrera infranqueable de las de, colega, ¡ni de coña!

Y si fuera menos inculto, quizás sabría del daño que hacen las palabras: las que nos dicen, las que decimos, pero, sobre todo, de las que no. De las que esperamos que nos acaricien cuando más bajos estamos, de esas palabras exactas que siempre se nos ocurren cuando ha pasado todo de largo y la herida ya está sangrando.

Quizás no sea rabia lo que me tiene con este desasosiego insólito. Sino una indigestión de palabras no dichas, un revuelto de frases de amor y de odio, unos «te necesito ahora» liados con ciertos «vete a tomar por culo», que fermentan en el estómago y producen efectos secundarios en el sueño de las pastillas.

Por eso escribo. Cada vez me parece más claro el desafío y más profunda la cicatriz de escribir para poder decir lo secreto, eso que siempre estoy a punto de decir y que nunca digo, eso que tanto aliviaría este runrún de sinvivires que llevo hirviendo en la cabeza.

Aliviaría decirlas en voz alta o, mejor aún, gritárselas a un mar embravecido o al eco de una montaña que no se sobresalte. 

Pero es que las palabras nunca son sólo palabras y, de sobra lo sé, suele suceder que ni siquiera con decirlas escribirlas basta.

Escribir de cualquier cosa

Como los tertulianos de los programas que, sea cual sea el tema, siempre tienen la opinión preparada y la contrarréplica a punto.

Supongo que es una forma como otra cualquiera de ganarse la vida, opinar. Y que lo importante es la opinión; imagino que porque es lo único en este mundo que siempre parece que hay que respetar.

Podría, tal vez, escribir de cualquier cosa yo también. Total, el que escribe siempre es un fingidor, y no habría más que enarbolar opiniones enérgicas y adornarlas con frases lapidarias y profundas.

Tampoco importaría mucho que no sea un experto en ningún tema porque, total, para dar una opinión, tampoco hay que esforzarse mucho. Es dejar ir un poco la imaginación y dirigirla hacia alguna palabra que tenga ligeramente algo que ver con el asunto en cuestión.

Podría hablar de la guerra civil y de la memoria histórica partiendo de la base de que la memoria es individual, la de cada uno, que nunca es colectiva, porque cada uno recuerda y medio inventa aquello que ha vivido o le han contado. 

Tampoco me costaría trabajo ninguno opinar lo contrario, retorcer un poco el argumento inicial y explicar que lo que a uno le han contado es lo que cree haber vivido. Nos han contado —o nos hemos contado— mil veces eso que creemos que recordamos, que no es más que un revuelto hecho de recuerdos propios y ajenos, en muchos casos confundidos

Podría añadir que vemos la vida como creemos que es y que creemos que es así porque así es como nos la cuentan los demás, para terminar concluyendo que solo existe la memoria colectiva y que de ella derivan nuestras memorias personales.

Entonces pondría la frase lapidaria para redondear, tanto en un caso como en otro, y decir que existen 12 razones para todo y otras 12 para todo lo contrario. Pequeña pausa dramática mirando a cámara y completar diciendo: y las 24 son mentira.

Pues sí, podría escribir de cualquier cosa. De hecho, es lo que hago, generalmente. Claro que, para mí, hay un matiz importante: lo relevante no es el asunto del que escribo, ni siquiera merece mucha atención lo que escribo sobre el tema. Lo crucial, la clave de esta actividad pública resuelta en la intimidad, es que escribo para que me leas.

Así que, al final concluimos lo contrario con lo que comenzamos: que no puedo escribir de cualquier cosa, que no sé escribir de cualquier cosa: yo solo sé escribir lo que tú me lees.

Y eso, y te lo digo muy muy en serio, eso… eso no es cualquier cosa.

Siempre soy de los otros

Yo siempre soy de los otros. Mis equipos nunca ganan copas, ni ligas, ni, por supuesto, champions. En muchas ocasiones, ni siquieran mantienen la categoría o quedan los penúltimos del festival o fallan la última pregunta del concurso.

Están los que ganan una primitiva o una lotería, aquellos a los que les toca bailar con la más guapa, los que atinan de lleno sin necesidad de tirar los tejos.

Yo siempre soy de los otros, de los que pierden impenitentemente, de los que pierden a manos llenas —o mejor dicho, vacías—, de los que pierden incluso cuando no juegan.

Y es verdad que no jugamos, o eso creemos, pero no es menos cierto que los demás sí que están en el ajo y eso implica, tantas veces, que yo sea de los otros, de los que pillan las chispas colaterales que saltan del roce de la vida contra la esquina de las mesillas de noche.

Pelando el melocotón, recibí un benditoseaelseñó en el móvil. El palabro merece capítulo aparte, que ya contaré en su momento, pero, digamos, que maquilla con una voz muy agradable mensajes que generalmente son de los de siéntate para leerlos.

Efectivamente, que le dio lástima y adelantó el primer evento de la tarde; que pobre muchacha, que estaba destrozada por los nervios, que qué trabajo nos costaba. Mientras yo masticaba a velocidad de Minipimer.

No sin sentir inmediatamente en las sienes una subida de adrenalina de la mala, intentando digerir una rabia que llevo tiempo sintiendo y que hasta ahora era desconocida para mí, mientras pensaba que yo soy de los otros, con el melocotón en la boca, cogí el coche a la hora más fresquita y crucé el desierto hacia el punto de encuentro, para hacer acto de presencia con la lengua fuera.

No me pareció que estuviera tan destrozada. Ni siquiera se mostró nerviosa. Simplemente, empujó suavemente su discurso largamente aprendido y lo soltó como el que tira a la basura, cuidadosamente doblado, el envoltorio de un caramelo.

Entonces pensé lo mismo que pienso siempre: que prefiero mil veces a quienes no tienen compasión de nadie que a aquellas almas supuestamente cándidas que se apiadan de algunos sí, y de otros no.

Y no prefiero a los incompasibles porque les tenga la más mínima simpatía, no. Los prefiero porque yo siempre soy de los otros. Yo siempre soy de los otros, siempre soy de los otros, excepto para ellos.

Y algunas veces reconforta un poco, sólo un poco, no ser siempre de los otros y, mucho menos, de los de Amenábar.

Los momentos de la evaluación

No sé si por los madrugones o por el cansancio, creo que empecé a soñar.

Todas me decían lo mismo, que era lo mejor, que había autores que lo atestiguaban, que el mejor modo estaba claro y que, sin ninguna duda, tenía que ser global y, sobre todo, formativa.

No sé si soñaba dormido o despierto pero el caso es que, en determinado instante, una frase me sacó de golpe y me trajo al mundo. Ella dijo que «toda evaluación se realiza en dos momentos: inicial, continua y final«.

Caí en la cuenta entonces, más allá del lapsus que los nervios pusieron en boca de la joven aquella, que no estaba soñando ni dormido ni despierto. Lo que estaba haciendo era recordar: recordar vivamente, como si regurgitara emociones o me las reinventara instantáneamente, como si vivir fuera ir recordando con una pequeña antelación.

Y tuve que, primero sonreír por la frase, para luego fruncir el ceño cuando tuve que darle toda la razón que tenía aquella joven desconocida de tatuajes en la espalda. Que sólo se ama en dos momentos: antes del hola y después del adiós.

Lo que hacemos entre uno y otro, siempre es otra cosa; posiblemente, algo parecido a una canción. Y habría que inventar la palabra precisa, una palabra que fuese continua, global y formativa, naturalmente, y que, luego, muchos autores la refrendaran.

«Las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir, y se terminan sin saber lo que se ha dicho.» (Rousseau)

A los blogs les pasa lo mismo. Empiezas sin lo que escribes y los terminas sin saber que han entendido las personas que han pasado por ellos. Así que no sé si esto que acabo de empezar es otra carta de amor o de desamor… O no.

Los idiomas maltratados (y la calor)

Debería hablar del calor, de la calor, que es como le llamamos a esta canícula extrema que, la verdad sea dicha, para nosotros no lo es tanto.

Llama la atención que, más allá de Despeñaperros, los noticiarios se alboroten tanto con el termómetro y sus subidas. Aquí tenemos mercurio alto hasta en otoño y no ponemos el grito en el cielo.

Hacemos vida nocturna, que es cuando se puede medio respirar un poco, siestecilla a las horas malas y nos metemos en el sótano o enfrente del aparato refrescador que tengamos a mano (o, literalmente, en la mano) y le damos al botón A/C del coche en cuanto lo arrancamos.

Las percepciones del mundo son diferentes según le vengan las cosas a cada uno. Dicen, aunque es una leyenda marinera, que para las langostas del restaurante del Titanic aquel naufragio terrible fue un milagro salvador. No sé si opina lo mismo Leonardo di Caprio, aunque me imagino que también, solo que por diferentes motivos.

Dice el periódico (Granada Hoy) que un coche se ha empotrado contra la terraza de un bar y el conductor se ha dado a la fuga. Se ha dado a la fuga porque ya se había dado a la bebida, que podía haberlo hecho en el orden inverso y todos tan contentos. Y, además, —nótese el tono dramático— que iba con su hija de 6 años. Parece terrible; de hecho, lo es, naturalmente, y podría haber sido mucho peor.

Pero aunque son muchos los estragos de esta calor tan mal llevadera*, lo cierto es que gracias a ella, la única víctima del conmocionante suceso ha sido el lenguaje. Digo la única, porque en la terraza no había quien parara a esas horas, porque no se «empotraría» tanto cuando pudo darse a la fuga —que tú y yo sabemos bien lo que es empotrar, ¿no?— y porque los seguros y los cristaleros no viven del aire y alguna renta sacarán del asunto.

Eso sí, el diccionario, apaleado: El propio Cuerpo certificando —el propio, no el ajeno— que en el mismo bar —no en el de enfrente—; el conductor causante de todo —si hubieran puesto «cauzante» habrían redondeado la crónica—  que decide bajarse de su propio coche —mira que si se baja del coche de la Policia—; y que todo queda en que, al final, ha sido encauzado y que el juicio que le espera es ordinario.

Nada como la calor para empotrarse y desempotrarse del castellano, nada como el calor para chocar e huir.


(*) Que sé lo de los incendios y lo de la gente que está asfixiada, especialmente, los de siempre, los que no tienen recursos; vamos, para no saberlo, media hora de llamas en cada telediario. Pero lo que hace la calor con todo lo que arde es dificultar la extinción de los incendios. Lo que realmente los aviva son el viento y los recortes de los incompetentes que no liberaron fondos para desbrozar los montes en su momento.

Y lo que los origina, por lo menos a 98 de cada 100, es un gilipollas o un tarado (o las dos cosas a la vez), al que, curiosamente, nunca se le quema la casa, ni la moto, ni el ganado.

 

 

Introducción

«Los humoristas y los filósofos dicen muchas tonterías, pero los filósofos son más ingenuos y las dicen sin querer.» (Noel Clarasó)

Hemos aprendido tanto en tantos años, más por los tantos años que por el interés que pusimos, y, llegado un cierto momento de la vida, nos damos cuenta de que no todo aquello que aprendimos nos sirve. Es más, diría que es tan poco lo que realmente nos sirve, que hemos perdido neuronas tontamente.

De hecho son muchas las inutilidades largamente practicadas que vamos arrastrando sin apenas darnos cuenta: el rollo aquel de las raíces cuadradas (y también el de las redondas), las capitales de países que dejaron de ser o a no dejarse nada en el plato, porque pobrecitos los negritos el hambre que pasan.

En eso consiste desaprender, en revisar toda aquella información de obligado trato que establecían las autoridades incompetentes, los libros de texto de las editoriales de moda (que siguen siendo las mismas) y todos los mamarrachos con gorra (progres incluídos) que no sabían ni encontrarse el culo con las dos manos.

Me he dado cuenta de que hay que procurar, cuando menos, ponerlo todo en duda, seriamente, o mejor aún, ponerlo en duda con humor y por reducción al absurdo, que es la manera más sana de hacer la digestión de las ruedas de molino.

De modo parecido nace esta serie con la esperanza de revisar las decisiones que voy tomando, de cancelar las bajas calificaciones que le otorgo a la vida propia y lo altas que me parecen las de los demás.

Aunque ni filósofo ni humorista, tengo en la cabeza muchas tonterías. A ver si esta vez me empeño en decirlas queriendo y me las quito de encima.


¡Huy! Eso de decir queriendo, da para otro blog enterico… ¡Mal empezamos!