Las palabras nunca son solo palabras. Son barcos, que decía Montero, y llevan toda suerte de travesías en sus esloras, como tienen las anclas salpicadas de moluscos y herrumbre de lugares sobre los que han ido envejeciendo.
Las palabras nunca son palabras, sino barcos, y navegan de época en época, fabricadas con materiales que se van modernizando, pero cuya misión es siempre la misma: flotar, no hundirse, no precipitarse al fondo aquel del que Arquímedes encontró una escapatoria inesperada y certera.
Demasiado preámbulo, siempre me lo dicen quienes me leen con los ojos chicos. Y mientras escribo esto, no dejo de pensar que preámbulo, omoplato, autóctono o Guartuna, son palabras que marcan un tiempo, una época, que se va derramando lentamente por las comisuras de los labios.
Si no fuera tan inculto, no me asombrarían tanto las palabras inesperadas que recibo, algunas veces, como una promesa de sintonía y, las más de las veces, como una barrera infranqueable de las de, colega, ¡ni de coña!
Y si fuera menos inculto, quizás sabría del daño que hacen las palabras: las que nos dicen, las que decimos, pero, sobre todo, de las que no. De las que esperamos que nos acaricien cuando más bajos estamos, de esas palabras exactas que siempre se nos ocurren cuando ha pasado todo de largo y la herida ya está sangrando.
Quizás no sea rabia lo que me tiene con este desasosiego insólito. Sino una indigestión de palabras no dichas, un revuelto de frases de amor y de odio, unos «te necesito ahora» liados con ciertos «vete a tomar por culo», que fermentan en el estómago y producen efectos secundarios en el sueño de las pastillas.
Por eso escribo. Cada vez me parece más claro el desafío y más profunda la cicatriz de escribir para poder decir lo secreto, eso que siempre estoy a punto de decir y que nunca digo, eso que tanto aliviaría este runrún de sinvivires que llevo hirviendo en la cabeza.
Aliviaría decirlas en voz alta o, mejor aún, gritárselas a un mar embravecido o al eco de una montaña que no se sobresalte.
Pero es que las palabras nunca son sólo palabras y, de sobra lo sé, suele suceder que ni siquiera con decirlas escribirlas basta.

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