El segundo anterior
siempre es el decisivo.

Nos atrapa la víspera,
su inquietud, su temblor,
porque esperar que ocurra
convierte cualquier milagro en posible.

De eso está hecha la vida,
de una impredecible materia oscura
que deslumbra justo antes de apagarse,
de la espera prolongada de todo
lo que no se consigue retener
más que un fugaz instante.

Porque la realidad
solo puede encantar antes de serlo
y por entre los dedos
pasa después liviana
sin dejar más que ceniza en el aire.

Una llamada oculta un pasatiempo
si no descuelga el auricular la incertidumbre,
la decepción está hecha con la cera
que se va fundiendo mientras la llama
que encendimos refulge con estrépito,
el éxtasis sucede unicamente
hasta que aprendes a calcular el estupor.

Si supiéramos, digo saber profundamente,
como el aire entiende al pájaro que se suicida,
si supiéramos que tras esa puerta que se ansía
no hay sino otra igual y también cerrada,
preferiríamos huir inmaculados
hacia donde nada pueda esperarse.

Encender una vela
es condenarnos a la oscuridad venidera
y soñar en voz alta
es emprender el camino de la decepción.

Conjugar el amor
es el mejor modo de no consumar el acto
y anunciar la sorpresa
es matarla escupiéndole flores a su tumba.

Asumamos entonces esa lágrima
que sólo puede enjugar la siguiente.

Y sigamos adelante sin mirar atrás,
muy despacio,
para que tarde en deshacerse el lazo
y en rasgarse el papel.

Porque toda ilusión desemboca en desengaño
─no hay modo de acabar bien lo que acaba─
que la víspera nos atrape siempre
en el segundo anterior, en la raya
que separa los milagros posibles
y los que no.