Podría presentarme dando los datos habituales de filiación, adornando mi dni con serum o inventando una biografía —al fin y al cabo todas lo son— que me quedase un par de tallas más grande que la verdadera. Podría haber dicho que fui maestro de infantil y proponer algunas de las muchas anécdotas que la escuela me regaló.
Pero he preferido en lugar de tanta formalidad, presentarme contando seis de mis manías curiosas, de esas de las que todos tenemos una colección:
Uno. No me gusta mezclar palabras y números. No hay una razón concreta, por puro gusto estético, porque me parece que las cifras se sienten ridículas entre tanta letra. Por eso siempre pongo sus nombres.
Dos. Detesto que el ordenador corrija lo que escribo, que le ponga una rayita roja ondulada a mis palabras medio inventadas o a las precipitaciones de mis dedos, Son como heridas en el texto que parecen doler mientras sangran.
Tres. Cuando leo algo, lo primero que me imagino es la voz de quien lo escribe recitándomelo al oído. En caso de duda, siempre elijo voz de mujer, de alguna mujer conocida y cercana. Cuando algunas veces sucede que consigo conocer la voz real de quien ha escrito el texto, casi siempre acaba en decepción.
Cuatro. Pongo en prosa las poesías antes de leerlas. Me agobian los renglones cortos de los versos y todos los caminos estrechos del pensamiento. También escribo los versos en prosa, por el mismo motivo, aun sabiendo que así es más difícil reconocerlos como poesía.
Cinco. Hace mucho tiempo que no consigo llorar. Digo llorar desconsoladamente, a moco hebra, con ese llanto que te deja los pulmones sin aire y al que, en algunos instantes, tanto hubiera deseado acogerme. Tampoco sé —y tal vez sea aún peor— reír a pierna suelta.
Seis. Al día siguiente, nunca recuerdo lo que escribí. Cuando me comentan algo, tengo que releerme el texto en cuestión para saber qué era lo que yo había escrito. Cuando me rondan palabras y consigo atraparlas en un texto, se me van de la cabeza del mismo modo en que ahora no sé a qué venía yo a la cocina. Escribo pues, como si hiciera un exorcismo.
Escribo para estar en el mundo y para salirme de él. Escribo como el que recita un encantamiento antiguo que le lleva a otros mundos. Escribo para comprarme una vida.
Escribo, en fin, porque busco que en alguna parte, en algún momento, sí sea posible.
Perdonadme si he preferido no contar las rarezas de la otra vida que vivo. Es que no quiero confundirme, ni ser confundido.


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