Biografía

Persistiendo

Por el mismo camino estrecho y con el mismo desconocimiento de hacia dónde me lleva. Aquí, persistiendo en los mismos errores cometidos después de haberme entrenado a conciencia para evitarlos.

Terminando los mismos ciclos, dando otra primavera por perdida, desesperando un otro verano que posiblemente también acabe siendo el mismo de todos los años.

Mantengo guardado en el centro de mi corazón de madera, como un tesoro que contemplar en noches difíciles, una mesa de bar con tus nombres grabados, con fechas atrapadas en arrugas del calendario y teléfonos de la esperanza que alguna vez me supe de memoria.

Sigo en la misma batalla conmigo mismo, dilucidando nubes que no están en el cielo, extrapolando sueños pequeñitos antes de que exploten, extrañando aromas que llevo adosados a esa parte de mí que ya no soy yo. Y, al mismo tiempo, mirando hacia la vuelta de la esquina, asomando mi vértigo al abismo conocido de otras caídas, dando pasos trémulos que no pretenden ser rectos ni torcidos, sino míos tan sólo.

Persisto en practicar este tipo de sexo raro, relleno de teclas-beso, de carícias-tilde, de amores-párrafo. Un sexo lejano de actos-frase, un sentimiento distante de comas-mordisco, una emoción contenida en historias-texto con finales tristes que intento endulzar apostándolo todo al azar del punto y seguido.

Insisto en este cálido desconsuelo de conservar el brillo de todo lo que ya he dado por perdido, para mantenerlo encendido a pesar de las luces. Persisto en adornar con un cierto estatus clandestino todas las cruces de mi mapa del tesoro. Consisto en este no saber decir nada que no haya sido escrito primero y, después, convertido en mentira.

Libremente atrapado en el mismo insomnio que he sido, que soy, que terminaré siendo, y que ya no distingo del sueño o del duermevela. Sigo domiciliado en la espera, habitando en la víspera del porvenir que nunca llega.

Persisto en el filo del mar, acechando olas que me revuelquen por la arena aunque trague agua por la nariz y la sal me deje un sabor áspero en la garganta. Continuo prefiriendo la lluvia y su humedad a la placidez de la calma que viene después de las tormentas.

Continuo en el mismo antro que desgrana la misma música por los altavoces del ruido de fondo. Y, en fin, sigo con los mismos kilos sin perder, con el mismo humo sin vender, con la misma ansiedad de sofá y la misma pereza hecha sótano.

He cambiado muy poco: alguna ropa de las rebajas, unos muebles de jardín que estaban de oferta, el color de unas paredes que no combinaba; algunos nombres desconocidos que llevarme a la boca, otros mapas en los que andar a gatas y perdido, nuevas rayas en el agua, cierto descontrol de pelusas por debajo de la cama y las consabidas actulizaciones de windows.

En fin, que sigo huyendo hacia delante, descubriendo que los nuevos caminos conducen siempre a los mismos sitios, aprendiendo que no hay otro modo de caminar que no sea en círculo; persisitendo en encontrar respuestas para esa pregunta que nadie ha conseguido nunca formular, en ningún idioma, con las palabras de otro dichas al oído.

Algunas de mis manías personales

Podría presentarme dando los datos habituales de filiación, adornando mi dni con serum o inventando una biografía —al fin y al cabo todas lo son— que me quedase un par de tallas más grande que la verdadera. Podría haber dicho que fui maestro de infantil y proponer algunas de las muchas anécdotas que la escuela me regaló.

Pero he preferido en lugar de tanta formalidad, presentarme contando seis de mis manías curiosas, de esas de las que todos tenemos una colección:

Uno. No me gusta mezclar palabras y números. No hay una razón concreta, por puro gusto estético, porque me parece que las cifras se sienten ridículas entre tanta letra. Por eso siempre pongo sus nombres.

Dos. Detesto que el ordenador corrija lo que escribo, que le ponga una rayita roja ondulada a mis palabras medio inventadas o a las precipitaciones de mis dedos, Son como heridas en el texto que parecen doler mientras sangran.

Tres. Cuando leo algo, lo primero que me imagino es la voz de quien lo escribe recitándomelo al oído. En caso de duda, siempre elijo voz de mujer, de alguna mujer conocida y cercana. Cuando algunas veces sucede que consigo conocer la voz real de quien ha escrito el texto, casi siempre acaba en decepción.

Cuatro. Pongo en prosa las poesías antes de leerlas. Me agobian los renglones cortos de los versos y todos los caminos estrechos del pensamiento. También escribo los versos en prosa, por el mismo motivo, aun sabiendo que así es más difícil reconocerlos como poesía.

Cinco. Hace mucho tiempo que no consigo llorar. Digo llorar desconsoladamente, a moco hebra, con ese llanto que te deja los pulmones sin aire y al que, en algunos instantes, tanto hubiera deseado acogerme. Tampoco sé —y tal vez sea aún peor— reír a pierna suelta.

Seis. Al día siguiente, nunca recuerdo lo que escribí. Cuando me comentan algo, tengo que releerme el texto en cuestión para saber qué era lo que yo había escrito. Cuando me rondan palabras y consigo atraparlas en un texto, se me van de la cabeza del mismo modo en que ahora no sé a qué venía yo a la cocina. Escribo pues, como si hiciera un exorcismo.

Escribo para estar en el mundo y para salirme de él. Escribo como el que recita un encantamiento antiguo que le lleva a otros mundos. Escribo para comprarme una vida.

Escribo, en fin, porque busco que en alguna parte, en algún momento, sí sea posible.

Perdonadme si he preferido no contar las rarezas de la otra vida que vivo. Es que no quiero confundirme, ni ser confundido.

Casi desnudo…
Inventando otra vida…

Monólogo

Cuando empecé a escribir este texto, ya llevaba más de 24 horas sin hablar con nadie.

Bien es cierto que escribí un sms y un correo, y que leí las correspondientes respuestas. Pero no he escuchado mi propia voz.

Es fiesta en el pueblo y, cómo no, hay jaleo de vecinos que suben y bajan a la feria. Más que escucharlos, los oigo como a lo lejos, como el que escucha el ruido del mar mientras lee una novela.

No es tan raro esto que me ocurre. Si eliminamos los saludos protocolarios, las conversaciones banales sobre el tiempo o contestar a la cajera del mercadona que no quiero bolsa, me ha pasado varias veces.

Todos los idiomas tienen una parte dedicada a ese no decir nada que tantas páginas u horas de emisión consume. Tantos encuentros se desmoronan en ese no decir nada que tienen todos los idiomas que, para cuando se tiene mi edad, uno ya es un experto, aun dedicándole poco esfuerzo.

Sin embargo, en esas 24 horas, no he dejado de pensar ni un solo momento, ni siquiera en sueños; aunque esa parte no la puedo demostrar.

Cuando hace unos años me decidí a escribir todo eso que pienso y que nunca le digo a nadie, ni siquiera a ti, sentí cierto alivio.

Pero, curiosamente, ese alivio no consistía en hacerme entender, ni en conseguir respuestas empáticas de los lectores; sino en el simple hecho de sacarlas de mi mente, expulsarlas como sobrante para poder olvidarlas en cuanto que las escribía y dejar paso a las palabras siguientes.

Últimamente ya no. Quiero decir que las suelto como antes, las escribo cuidadosamente, pero no se me van. Se quedan, girando, enmarañándome los pensamientos y la soledad, orbitando a mi alrededor como satélites que me cercan y me vigilan estrechamente, a todas horas, buscando un hueco en mi memoria al que volver.

No tengo teoría al respecto, simplemente te lo cuento por si tú sabes de qué estoy hablando o por qué me pasa esto. No lo sé y, al tiempo que me fascina el cambio, me preocupa.

Sólo sé que, últimamente, escribir se me parece mucho a hablar solo.