Con otra mirada (Página 1 de 2)

La escasez

«Un día es un día«, me repiten incansablemente las voces del entorno desde que estoy a dieta, como animándome a degustar los manjares y bebidas que se despliegan en los actos sociales.

No termino de entender bien qué beneficio pueden obtener del hecho de que yo me coma una croqueta en vez de pinchar lechuga o beba cerveza en lugar de agua. Quizá acallen así su propia conciencia o refuercen positivamente la relación que observan entre la felicidad y el tapeo, como si una fuese efecto de la otra.

No lo entiendo y eso que yo mismo he insistido a que se coman un pastel o pidan un helado, asuntos, obviamente calóricos y contraindicados en mi situación. Podría ser que las costumbres que se diferencian mucho de las nuestras nos causen dudas sobre nuestros propios hábitos y por eso nos causen esa zozobra que nos hace empujar a los demás hacia las raciones.

Creo que se relaciona, no sé si ancestralmente, el buen apetito con la salud, con la alegría. Los mayores, hijos de la posguerra, siempre parecen tener una sensibilidad especial hacia ese asunto y nos la han transmitido por vía familiar hasta que ha calado en nosotros tan profundamente como en ellos.

La escasez que marcó su infancia, ha marcado también su existencia por completo. Porque el hambre modifica el modo de pensar de las personas, las obsesiona hasta el punto de no ser capaces de apreciar convenientemente el resto de experiencias vitales, de las que apenas se percatan cuando la escasez se apodera del pensamiento.

Aunque, sucede también, que la escasez es doblemente subjetiva: por un lado, no es que necesariamente no haya, sino que nunca se ofrece la cantidad o las veces suficientes como para saciar las ganas que se tienen. Por otro lado, quizá incluso más frecuente aún, a veces se le ofrecen muchas quisquillas de Motril a quien lleva meses esperando una tortilla de patatas, con cebolla, por supuesto.

Uno se obsesiona con las tardes de marisco fresco, de pechuga deliciosa, de lengua jugosa y apenas mastica las conversaciones que le llegan de verdura, los saludos protocolarios de pocas calorías y las iniciales tiernas con corazones. No porque no gusten, sino porque después de tomarlos se sigue con la misma oquedad en el estómago y la misma pregunta que rebota contra la realidad insistentemente: ¿por qué no cortamos más jamón?

Porque la dieta, que es voluntaria, tiene un objetivo que se valora más que los inconvenientes de no comer morcilla o no probar el chocolate. Pero la escasez no, ni tiene objetivo superior, ni tiene más límite que el deseo. Ni es voluntaria, por lo menos, para quien la siente, aunque cabe la posibilidad de que los productores de las viandas más demandadas, simplemente, no encuentren ningún gusto en producir más para el comensal en cuestión.

Estar a dieta, sí, pero no pasar hambre. Tantos años de escasez son muchos para dejar intacto un corazón famélico. Y una vez que hemos acostumbrado al burro a no comer, no cabe sorprenderse si se muere.

Me temo que no hay salida. Es imposible conseguir que no me guste lo que me gusta tanto. Ni renunciar me ayudaría a calmar el ansia, ni pedir más en la carnicería: porque hay alimentos que, si tengo que pedirlos, es que no están hechos para mí.

 

Todos los caminos llevan a Santiago

Después de 3.300 kilómetros lo he visto claro.

Me he fijado intensamente. De hecho, me propuesto como objetivo modificarlo, desevaluarme y construir otro hábito.

Cuando vas conduciendo, tarde o temprano, siempre llega un momento en que toca decidir si pisar el acelerador a fondo y cambiar de carril o levantarlo y esperar mejor momento.

Yo siempre levanto el pie. No quiero molestar al que viene por el carril izquierdo, allá atrás, y me quedo detrás del camión, comiendo humo y esperando otra ocasión más clara.

Es cierto que no suele tardar demasiado en presentarse, cuando ya todos me han pasado de largo y soy el último de la retahíla. No pasa nada, tan solo se tardan algunos minutos más en llegar, no parece grave.

Pero me propuse no esperar, colarme delante del que viene flechado y que frene si tiene que frenar, reclamar mi sitio en la autovía y que sean los otros los que esperen a que yo termine la maniobra.

Lo he ido consiguiendo, es cierto, pero llegaba a los destinos agotado, con los brazos agarrotados, con las piernas entumecidas. Cuánto esfuerzo para tan poco, para ver como llega el que adelanté antes de que aparque y me baje del coche.

Ni siquiera la vanidad de haberlo conseguido, de haber ganado la carrera contra mí mismo, el orgullo de ser como quisiera ser durante un trayecto.

Demasiada tensión para un coche tan lento, demasiada sensación de estar estorbando cuando ves la fila de coches que vienen por detrás echándote las luces, demasiado pensar en las consecuencias de una mala maniobra.

No es para tanto. Todos los caminos conducen a Santiago, antes o después, y el orden de llegada no altera el jubileo. Llegar, aunque sea tarde y te hayan quitado el último aparcamiento y te tragues la rabia y la lleves por dentro.

Yo siempre levanto el pie, siempre levanto el pie y espero otra ocasión más clara. Odio estorbar y vivo despacio.

Y si tengo que esperar a que adelante toda la fila, si me quitan el aparcamiento, si no me esperan cuando levanto el pie, a tragarse la rabia y llevarla por dentro y llevarla para adentro.

Aun así, tengo claro que cuando no lo tengo claro yo siempre levanto el pie… y piso el freno.

Ansiedad

Después de tantos días sin él, tenía ganas de ponerme delante, sin saber muy bien para qué. Es casi como un amigo, de esos que siempre están dispuestos y a los que no les importa lo pesado que te pones.

Así que, después de organizar todo un poco, lo he encendido, casi con ansiedad. Ha saludado su pantalla de siempre, he abierto los programas de siempre y he visto las páginas de siempre. Mi internet tiene pocas páginas y, a los quince minutos, ya no había nada más que ver.

¡Tanta espera para tan poco! Nada que no hubiera podido hacer con el móvil, nada que merezca la pena reseñar, salvo alguna foto. Nada, de tanto todo, nada, salvo escribir.

Pero con el calor y el ordenador, no sé cual es la causa y cual el efecto, ha vuelto el insomnio. Ni siquiera el cansancio ha podido impedirlo, sólo retrasarlo un poco. Y con el insomnio ha vuelto esta manera mía de pensar escribiendo.

Y escribir pensando que tanto para tan poco, tanto verano para tan poco descanso, tantos años para tan poco cambio, tantas ganas para tan poco tacto. Tanta insistencia para tan poco daño, tanta pastilla para tan poco efecto, tantos kilómetros para tan poco movimiento.

Demasiado esfuerzo para cada víspera. Demasiadas expectativas y demasiada espera. Tengo que vivir ahora, lo que sea que me toque, porque cada vez queda menos.

Necesito traer mi mente al aquí, dejar de esperar lo que ya sé que no va a venir. Necesito ir más deprisa, pensar más rápido, decidir en el instante. 

Pero no sé. Ni siquiera sé por dónde empezar.

Todos los mundos

Está la familia que come arroz con bogavante a las 6 de la tarde y el niño que se enfada porque se está nublando el cielo y no le van a dejar bañarse, en tanto el grupo que conversa cerca de la barandilla comenta lo seco que está siendo este año.

El hombre que pide dinero y justicia, al sol, vestido de minero, con una pancarta inmensa, cuando pasa por delante un desfile de lamborghinis conducidos por hombres mayores repletos de canas.

El camarero que rezonga mientras devuelve un plato a la cocina se cruza con la mujer que va debajo del burka cuando, por el estrecho pasillo que dejan las mesas en la acera, un peregrino vestido de invierno se para para encender un pito que anuncia maría en cuanto se prende.

Pasan los jóvenes comiendo helado por detrás de la pareja mayor que busca asiento para descansar, en tanto cruzan a paso ligero, por delante de una Harley, dos hombres negros con rastas cogidos de la mano.

Una pareja, de mi edad, supongo, se come unos bocadillos sentados en su coche, aparcado en el último sitio permitido del paseo, mirando como pasa por el mar una retahíla ordenada de motos acuáticas, que ondean la superficie lisa del agua hasta la marejada.

En bicicletas cargadas de bultos, pasan dos jóvenes muy rubias y se paran delante de un cajero automático del que acaba de salir una chica menuda, rapada estrepitosamente y llena de tatuajes verdosos que cubren todas las partes visibles de su cuerpo, que no son pocas.

Una mayor, la otra mucho más joven, van por el acantilado haciéndose fotos, intercalando besos entre pose y pose, mientras la familia que degusta un gran pez cocinado al horno, comenta las casas tan grandes que se hacen los andaluces que cobran el PER sin tener que dar ni golpe.

Se me hace uno de esos nudos repentinos, que el médico califica de nerviosos, y tengo que sentarme en un banco, al lado de la abuela que habla a voces por el móvil, sobre no se sabe qué asunto de una herencia.

Todos los mundos están en este, pero apenas se rozan, viven disjuntos unos de otros, como un puzle dentro de la caja. Todos los mundos, todos, están en éste, pero yo no estoy en ninguno.

Yo no estoy en ninguno, afuera de todas partes, incluso ando por el borde del mío propio sin ser capaz de volver a entrar.

No se puede vivir dejando todas las vidas intactas. Hay que escribir y ser escrito, hay que borrar y ser borrado. Hay que querer y ser querido, hay que herir y ser herido, hay que rechazar y ser rechazado.

El mundo, todos los mundos, están llenos de cicatrices. Y hay que vivir en ellas.

Competencias

Cuando me preguntan por el asunto este de enseñar por competencias, siempre respondo la misma tarandilla que me tuve que aprender para ponerla en las programaciones: «lograr que nuestros estudiantes sean capaces de llevar el conocimiento a la realidad que les rodea, que aprendan de manera práctica los propios contenidos teóricos que les corresponda en todas las áreas».

Claro, así dicho suena divinamente, no se puede negar, pero no hay quien se trague el sapo y a mí, hablar de competencias más allá de lo justo para cubrir el expediente, la verdad es que se me hace bola.

Así que cuando insisten, se lo traduzco a lenguaje más natural y más realista: educar por competencias consiste en creer que si le das un clip a un niño y usas las metodologías más modernas, conseguirás que haga lo mismo que MacGyver. Y si no sabes quién es ese tal MacGyver, por favor, déjame un comentario en el que me cuentes en qué clase de cueva has estado viviendo hasta hoy. Siento curiosidad.

Quizá sea mejor abordarlo desde otra perspectiva: lo que este americanito de pelis molonas sabe hacer con un tornillo oxidado… ¿lo aprendió en la escuela, instituto o universidad? ¿Se lo enseñó alguien, digo alguien concreto, con nombre y apellidos americanos (o chinos)? ¿Lo descubrió él solo, por su cuenta, a base de destrozar muelles de bolis de botoncico o comprando azufre en una droguería diciendo que era para que los perros de los vecinos no se mearan en su puerta?

No sé, no parece que haya quedado demasiado claro lo que quiero decir. Se ve que a mi no me educaron por competencias, y esa es una mancha indeleble que tendré que arrastrar toda la vida. Casi es mejor que nos quedemos con lo del rubiales y el clip, no sin antes desvelar lo que todo el mundo sabe: que todos los clips del mundo están en Alemania. O en China, o en Estados Unidos, o en Taiwan… Vamos, que están fuera de España.

Aunque podría intentar un tercer enfoque, que no se diga que no lo intento. A ver… ¿Conoces a algún o alguna incompetente? ¡Claro que sí, qué pregunta! Unos manejan divinamente la incompetencia de joder por joder, otros la incompetencia de hablar por hablar y, los más peligrosos, dominan la incompetencia de inventar leyes educativas cuando se aburren de tanto rascarse las partes más sensibles. Y con este último sintagma —¡olé mi competencia lingüística!— se me viene a la mente el anuncio aquel que preguntaba «¿a qué huelen las nubes?«.

En fin, lo que quería decir, después de tanta palabrería, es que no sé qué es educar por competencias. Ni lo sé yo, ni lo sabe nadie: espero que algún día aborden el asunto en el programa de Iker Jiménez, para salir de dudas.

Lo que sí que sé es que, cuando te encuentres delante de una persona incompetente, por dios, por dios, por dios… no se te ocurra darle un clip


 PD: Me asustan las competencias. Porque la competencia siempre tiene las de ganar. Porque siempre pierdo, incluso cuando compito conmigo mismo.

Terminar de hablar

Pues no sabemos.

Vamos, que se tiran 25 minutos dale que te pego con los niveles de concreción curricular, con el Decreto 1630 y la madre que parió a Decroly —nunca sabré si es un apellido llano o agudo— y, de repente, se callan.

Abren un poco más los ojos, eso sí, aunque no sé si para ahuyentar una lágrima o para reclamar una respuesta, y se quedan calladas. Al cabo de un tiempo prudencial hay que preguntarles que si han terminado. Y entonces asienten. Se les da las gracias, se para el cronómetro, recogen su tenderete de manualidades y se van.

No sabemos terminar de hablar. En el debate del estado de la nación —que ni ha sido debate, ni sabemos del estado, ni le ha interesado a ninguna nación— ha pasado lo mismo. El orador u oradora, termina sus folios y espera a ver si alguien aplaude para poderse bajar del atril con cierto garbo marinero.

Aunque lo que tal vez sí que sepamos muy bien sea dejar de hablar con las personas que peor nos caen, sí, pero, especialmente, sabemos dejar de hablar con aquellas a quienes más queremos.

Que me dijo que tú a lo tuyo, que yo saludo y responde al día siguiente, que la canción que me dedica habla de un desastre… Que me responde con emoticonos y que yo no voy a ser menos. Que empiece ella, si tanta gana tiene, que yo le dije pero salió por peteneras. Que ayer, que le dieran; que hoy, que por favor diga algo; que mañana me temo lo peor…

Ya lo decía el poeta Rosales, que uno solo se equivoca precisamente en aquello que más le importa. Y aunque parece —y lo es— un pensamiento profundísimo, no deja de ser cierto que, cuando nos equivocamos en lo que no nos importa un pimiento, pues eso, que ni es equivocación ni es nada ni nos importa un pimiento —no sé si el mismo u otro similar.

Dejamos de hablar pero, en el fondo, nunca dejamos de hablar. Y mientras van recitando los objetivos generales de la etapa, nosotros nos enfrascamos en un diálogo interior que nos ocupa hasta que las muchachas llegan a la metodología y a la organización del tiempo en rutinas.

Y en el larguísimo rato en el que desmenuzan sus actividades, profusamente ilustradas con todo tipo de enseres sacados de una maleta, vuelta la burra al trigo de la conversación ininterrumpida con los ausentes.

Hasta que oyes que «la evaluación será global, continua y formativa» y vuelves en ti dispuesto a sentenciar con una nota otro de tantos discursos mediocres y aburridos de los que te ha tocado soportar. Y después del papeleo, hasta que entra la siguiente, retomas la conversación donde se quedó, o la repites una y otra vez, como ensayándola delante del espejo.

Sabemos dejar de hablar, pero no sabemos terminar de hablar. Y, en realidad, son dos de las cosas que más me urge hacérmelas mirar para desaprender la primera y olvidar todo lo que sé de la segunda. A ver si así consigo disolver esta furia interna que tengo, que no había tenido antes, que no consigo descifrar y que las pastillas no curan, aunque permiten un respiro.

Pero que nadie se asuste, que no voy a cometer ninguna locura. Yo no sé hacer esas cosas. Es mucho peor, muchísimo peor: de lo que estoy al borde, es de la sensatez

De la misma puta sensatez de siempre.

Estar a la última

Vengo del tribunal y estoy a la última. Me sé los reales decretos y los ficticios también, las órdenes y las contraórdenes educativas, las citas de autores de fama mundial, como si las hubiera escrito yo. O sea, que no me acuerdo de nada, que es lo que me pasa con lo que escribo.

Pero estoy a la última en códigos QR, en metodologías novedosas y en planificación de ambientes. Estoy a la última en relacionar objetivos, contenidos y criterios de evaluación, eso sí, abreviando un poco el largo brazo de los párrafos de la pedagogía.

Estoy a la última en selección de recursos y en organización de proyectos de investigación, así como estoy a la última en formularios de autoevaluación: mía, del proceso y del texto que me sale como me sale.

Es bonito estar a la última, mola, aunque es muy cansado. Son muchas horas de escuchar la misma cinta de casete (habrá quien no sepa ni qué es eso), que se rebobina cada media hora y vuelve a sonar con las mismas canciones que llevan la misma música y con letras tan parecidas que podría decirse que toda la cinta está grabada con la misma tararera*.

Ha costado trabajo, sí, pero estoy a la última. Eso sí, estoy a la última, pero a la última de una legislación que ya está derogada. Y toma bajonazo y átalo con una guita, chaval.

Siempre me pasa lo mismo. En los 90 conseguí estar a la última de la música de los 70. En los 2000, de la música de los 80. En los 2010, a la última de Serrat.

Llego tarde a estar a la última. En general llego tarde a todo, supongo que por cobardía, aunque podría llamarlo prudencia y quedar mejor.

Pero el caso es que estoy a la última, que no es lo mismo que estar en las últimas. Hay que ver lo que cambian la visión de las cosas una preposición y un plural convenientemente colocados.

Lo cambian hasta el punto de que acabo de tener un presentimiento terrible. Hay personas de las que estoy tan a la última, que lo más probable es que me estén derogando ahora, en este preciso momento, durante este último tribunal del que he salido a la última.

Quizá sea cierto que esté en las últimas y sin embargo, aquí yo, proponiéndome verlo todo con otra mirada, intentando tomarme el humor de la vida en ayunas y antes de que se le vayan las vitaminas.

Ojalá el presentimiento no se cumpla y pueda seguir en vigor unos besos más, algunos abrazos que todavía queden sin estrenar y pequeñas arenas de corta duración pero de recuerdo infinito. Espero que aún me quede alguna disposición transitoria a la que agradecerle algunos minutos más de cielo.

Quizá por eso me cueste tanto estar a la última. Porque siempre he preferido estar a la primera, no saberme bien los temas y seguir ensayando y errando, delante de un espejo como este, todo lo que me queda por decir.

Es posible que esté ahí el meollo de la rabia que a ratos no me deja escribir respirar.


(*) Según la RAE, la palabra tararera no existe en castellano. Así que me la he inventado yo y es mía. Pero te la regalo, en compensación por las tantas que me has regalado tú a mí.

Las palabras

Las palabras nunca son solo palabras. Son barcos, que decía Montero, y llevan toda suerte de travesías en sus esloras, como tienen las anclas salpicadas de moluscos y herrumbre de lugares sobre los que han ido envejeciendo.

Las palabras nunca son palabras, sino barcos, y navegan de época en época, fabricadas con materiales que se van modernizando, pero cuya misión es siempre la misma: flotar, no hundirse, no precipitarse al fondo aquel del que Arquímedes encontró una escapatoria inesperada y certera.

Demasiado preámbulo, siempre me lo dicen quienes me leen con los ojos chicos. Y mientras escribo esto, no dejo de pensar que preámbulo, omoplato, autóctono o Guartuna, son palabras que marcan un tiempo, una época, que se va derramando lentamente por las comisuras de los labios.

Si no fuera tan inculto, no me asombrarían tanto las palabras inesperadas que recibo, algunas veces, como una promesa de sintonía y, las más de las veces, como una barrera infranqueable de las de, colega, ¡ni de coña!

Y si fuera menos inculto, quizás sabría del daño que hacen las palabras: las que nos dicen, las que decimos, pero, sobre todo, de las que no. De las que esperamos que nos acaricien cuando más bajos estamos, de esas palabras exactas que siempre se nos ocurren cuando ha pasado todo de largo y la herida ya está sangrando.

Quizás no sea rabia lo que me tiene con este desasosiego insólito. Sino una indigestión de palabras no dichas, un revuelto de frases de amor y de odio, unos «te necesito ahora» liados con ciertos «vete a tomar por culo», que fermentan en el estómago y producen efectos secundarios en el sueño de las pastillas.

Por eso escribo. Cada vez me parece más claro el desafío y más profunda la cicatriz de escribir para poder decir lo secreto, eso que siempre estoy a punto de decir y que nunca digo, eso que tanto aliviaría este runrún de sinvivires que llevo hirviendo en la cabeza.

Aliviaría decirlas en voz alta o, mejor aún, gritárselas a un mar embravecido o al eco de una montaña que no se sobresalte. 

Pero es que las palabras nunca son sólo palabras y, de sobra lo sé, suele suceder que ni siquiera con decirlas escribirlas basta.

Escribir de cualquier cosa

Como los tertulianos de los programas que, sea cual sea el tema, siempre tienen la opinión preparada y la contrarréplica a punto.

Supongo que es una forma como otra cualquiera de ganarse la vida, opinar. Y que lo importante es la opinión; imagino que porque es lo único en este mundo que siempre parece que hay que respetar.

Podría, tal vez, escribir de cualquier cosa yo también. Total, el que escribe siempre es un fingidor, y no habría más que enarbolar opiniones enérgicas y adornarlas con frases lapidarias y profundas.

Tampoco importaría mucho que no sea un experto en ningún tema porque, total, para dar una opinión, tampoco hay que esforzarse mucho. Es dejar ir un poco la imaginación y dirigirla hacia alguna palabra que tenga ligeramente algo que ver con el asunto en cuestión.

Podría hablar de la guerra civil y de la memoria histórica partiendo de la base de que la memoria es individual, la de cada uno, que nunca es colectiva, porque cada uno recuerda y medio inventa aquello que ha vivido o le han contado. 

Tampoco me costaría trabajo ninguno opinar lo contrario, retorcer un poco el argumento inicial y explicar que lo que a uno le han contado es lo que cree haber vivido. Nos han contado —o nos hemos contado— mil veces eso que creemos que recordamos, que no es más que un revuelto hecho de recuerdos propios y ajenos, en muchos casos confundidos

Podría añadir que vemos la vida como creemos que es y que creemos que es así porque así es como nos la cuentan los demás, para terminar concluyendo que solo existe la memoria colectiva y que de ella derivan nuestras memorias personales.

Entonces pondría la frase lapidaria para redondear, tanto en un caso como en otro, y decir que existen 12 razones para todo y otras 12 para todo lo contrario. Pequeña pausa dramática mirando a cámara y completar diciendo: y las 24 son mentira.

Pues sí, podría escribir de cualquier cosa. De hecho, es lo que hago, generalmente. Claro que, para mí, hay un matiz importante: lo relevante no es el asunto del que escribo, ni siquiera merece mucha atención lo que escribo sobre el tema. Lo crucial, la clave de esta actividad pública resuelta en la intimidad, es que escribo para que me leas.

Así que, al final concluimos lo contrario con lo que comenzamos: que no puedo escribir de cualquier cosa, que no sé escribir de cualquier cosa: yo solo sé escribir lo que tú me lees.

Y eso, y te lo digo muy muy en serio, eso… eso no es cualquier cosa.

Siempre soy de los otros

Yo siempre soy de los otros. Mis equipos nunca ganan copas, ni ligas, ni, por supuesto, champions. En muchas ocasiones, ni siquieran mantienen la categoría o quedan los penúltimos del festival o fallan la última pregunta del concurso.

Están los que ganan una primitiva o una lotería, aquellos a los que les toca bailar con la más guapa, los que atinan de lleno sin necesidad de tirar los tejos.

Yo siempre soy de los otros, de los que pierden impenitentemente, de los que pierden a manos llenas —o mejor dicho, vacías—, de los que pierden incluso cuando no juegan.

Y es verdad que no jugamos, o eso creemos, pero no es menos cierto que los demás sí que están en el ajo y eso implica, tantas veces, que yo sea de los otros, de los que pillan las chispas colaterales que saltan del roce de la vida contra la esquina de las mesillas de noche.

Pelando el melocotón, recibí un benditoseaelseñó en el móvil. El palabro merece capítulo aparte, que ya contaré en su momento, pero, digamos, que maquilla con una voz muy agradable mensajes que generalmente son de los de siéntate para leerlos.

Efectivamente, que le dio lástima y adelantó el primer evento de la tarde; que pobre muchacha, que estaba destrozada por los nervios, que qué trabajo nos costaba. Mientras yo masticaba a velocidad de Minipimer.

No sin sentir inmediatamente en las sienes una subida de adrenalina de la mala, intentando digerir una rabia que llevo tiempo sintiendo y que hasta ahora era desconocida para mí, mientras pensaba que yo soy de los otros, con el melocotón en la boca, cogí el coche a la hora más fresquita y crucé el desierto hacia el punto de encuentro, para hacer acto de presencia con la lengua fuera.

No me pareció que estuviera tan destrozada. Ni siquiera se mostró nerviosa. Simplemente, empujó suavemente su discurso largamente aprendido y lo soltó como el que tira a la basura, cuidadosamente doblado, el envoltorio de un caramelo.

Entonces pensé lo mismo que pienso siempre: que prefiero mil veces a quienes no tienen compasión de nadie que a aquellas almas supuestamente cándidas que se apiadan de algunos sí, y de otros no.

Y no prefiero a los incompasibles porque les tenga la más mínima simpatía, no. Los prefiero porque yo siempre soy de los otros. Yo siempre soy de los otros, siempre soy de los otros, excepto para ellos.

Y algunas veces reconforta un poco, sólo un poco, no ser siempre de los otros y, mucho menos, de los de Amenábar.

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