Cosas que se guardan (Página 4 de 5)

A propósito de la memoria y de la propia identidad, escribí estos poemas como quien, buscando otra cosa, encuentra en el fondo de un cajón, objetos que le evocan las huellas de una vida que, probablemente, como todas las vidas, no es sino imaginaria. Y descubrí que por detrás de esos objetos aún se percibe esa vida que ya no es la vida, pero que nos ha traído hasta aquí.

Sofá

Supongo que todos tenemos
un lugar en el mundo
pero cuando por fin parece que aparece
me pilla siempre en otro lado,
en otra gente, más allá.

Quizá esté en Maine o en Luxemburgo
o en cualquier otro sitio lejos de mi casa.
Quizá es que mi casa
nunca ha sido mi casa,
por mucho que me empeñe
en cambiar los muebles de sitio
y los cuadros de pared.

Quizás mi lugar en el mundo sea
no estar en el mundo de nadie,
sino sólo en mi mundo,
que es un mundo errante que se mueve conmigo
quién sabe hacia dónde.

Aunque también podría ocurrir
que no tengamos un único lugar, sino muchos,
uno distinto para cada alguien
que nos acompaña en un tramo del viaje,
y que nuestro verdadero hogar
sea una larga mudanza
y un idioma en el que hacerla.

Quiero creer que hay
un sitio de mi talla en el mundo,
creo saber que se mueve al ritmo
de mis palabras y de mis pasos,
quiero pensar que en ese lugar,
por provisional y minúsculo que sea,
siempre cabrás tú definitivamente.

Aunque hay noches en que temo
que ese lugar sea tan pequeño
como este sofá desde el que escribo
y que esté tan a la intemperie
como este sofá desde el que sólo
podemos hablarnos al oído.

Ningún lugar está aquí o está ahí…

Ningún lugar está aquí o está ahí
Todo lugar es proyectado desde adentro
Todo lugar es superpuesto en el espacio

Ahora estoy echando un lugar para afuera
estoy tratando de ponerlo encima de ahí
encima del espacio donde no estás
a ver si de tanto hacer fuerza si de tanto hacer fuerza
te apareces ahí sonriente otra vez

Aparécete ahí aparécete sin miedo
y desde afuera avanza hacia aquí
y haz harta fuerza harta fuerza
a ver si yo me aparezco otra vez si aparezco otra vez
si reaparecemos los dos tomados de la mano
en el espacio
donde coinciden
todos nuestros lugares

(Oscar Hahn)

Mentira

Sin embargo,
aunque sé que es mentira,
una mentira que se ha vuelto enorme
de tanto deshilarse por el uso,
también sé
que contiene este pétalo,
una gota,
una verdad minúscula
esparcida en los sueños
que tan sólo tus caricias consiguen
mantener siempre en pie,
cierta, viva, imborrable.

Paisaje

Se veían las luces a través del hueco
que liberaban las copas de los árboles.

El frío era un perro lamiendo
las manos de la intemperie
cuando acercó su cuerpo al mío
por la espalda. Los colores eran manchas,
el calor era un silencio.

Se veían las luces a través del hueco
mientras planeaba en mi hombro su mano brújula.

El mundo emitió un tambaleo
y la rosa de los vientos
se aposentó en mi mejilla.

Con su calor desplegándose
fue cambiando el equilibrio de las cosas.

Los colores como rayas
y el reloj quiso quitarse los tacones
para continuar andando de puntillas.

Se veían las luces a través del hueco
y me habló al oído, como cuando el viento
te susurra mientras fuma tu cigarro.

Deshojó la perspectiva del pasado,
el espesor de cada punto de brillo,
la acuarela de su corazón pasado.

El calor se hizo un ovillo,
los colores disiparon el paisaje
y lentamente, su voz,
fue derritiendo el silencio.

«Ya puedes abrir los ojos»,
me dijo otorgando un mordisco pausado,
como una mano enredándose
después entre los cabellos.

Y entonces, ojos abiertos al paisaje,
se veían las luces a través del hueco
que liberaban las copas de sus pechos.

Y yo era un perro lamiendo
la intemperie de sus manos,
su espalda engulló mi tronco,
las manchas eran colores
y el silencio fue calor.

Hueco

Hablo de la suavidad que me crece
cuando todo se funde,
del calor que difunden las palabras,
de las persianas que apenas confunden
la plena luz del sol.

Hablo de una décima, de un segundo,
del dolor de relojes
tras el mecanismo de un parpadeo.

Hablo de tu perfume en carne viva,
del corazón desarmado y desnudo,
del latido que escapa en un suspiro.

Hablo de las lágrimas que caen sordas
y la sal que destila el desencanto.

Hablo de la ceguera
de los dedos de tinta,
de la rozadura que va dejando
su caligrafía ambigua
en el lienzo imprevisto de una piel.

Hablo de los sueños horizontales,
de las dudas oblicuas,
hablo de la mentira vertical
y la ondulación de las memorias,
del silencio encendido en el tumulto,
del movimiento atado a la quietud,
de la esperanza tendida al sol.

Hablo de rellenar
este espantoso hueco de mí mismo
que amanece después del breve espacio
en el que estás.

Certificado

Entreabriendo los ojos
como si se despertara de un sueño,
la cabeza vencida
hacia el peso de la imaginación,
rozó apenas mi cuello con las manos
para atraerme otra vez hacia su boca.

Con sólo medio paso
imprimió por el aire su fragancia.

Giró su cabeza, como siempre hace,
hasta el ángulo justo que despierta
puro temblor de deseo en mi mentón.

Dejó que latiese su corazón
tres veces sucesivas
mientras, muy lentamente,
posó la mariposa de sus labios
en el espacio abierto
que le ofrecieron los míos.

Cerró los ojos, como abandonándose,
cayendo suavemente
hacia un mundo de luces apagadas.

Y en ese preciso instante
de tanta oscuridad y resplandor,
cuando el silencio exterior se traduce
en un tumulto de sangres que laten
y lenguas que se enredan,
en ese instante mismo
percibí el mismo efecto,
la réplica de su piel cristalina,
idéntico sabor,
la misma saliva, el mismo pellizco
de la felicidad.

Porque, efectivamente,
aquel pedazo de amor condensado,
su maravilloso beso artesano,
era copia fiel del original.

Lo cual certifico para que conste,
salvo error u omisión involuntaria,
a los efectos oportunos.

Ceniza

Lo que prende la llama
no es la madera.

Por mucho que los troncos
se retuerzan unos sobre otros,
el fuego no arde.

Ya entonces, cuando tus ojos
se llenaban de frío y mis manos
eran un silencio de bolsillo
y paseábamos en un acto
de terrible imprecisión por las aceras
que a veces nos unen,
lo supimos.

Se rozaban nuestros cuerpos
sin nosotros.

Era la patada en el fondo
de un pulmón abierto que busca superficie.

Los suspiros aquellos
sólo duraban un soplo.

Lo que prende la llama
es el aire. El aire
que circula y que reverbera,
ese que entra frío por las venas
y sale caliente intentando
subir al cielo.

Pero teníamos las ventanas sin mar,
enrejadas contra el viento,
la chimenea mal orientada hacia el mundo.

Cuando cerrábamos la puerta,
la asfixia se nos llenaba de humo
y cada corazón repleto de la tristeza
de seguir soplando a la cenizas.

Mudanza

A las paredes no les conviene
afeitarse con el filo de las mudanzas.

Comienzan a supurar los matices, las marcas
que el tedio de los años fue amontonando,
las heridas con que el terco mobiliario se resiste
a traicionar la geometría de los armarios.

La mudanza va desgajando en cristales
las luces que parecían estar encendidas
y las estancias desnudas se tapan con el eco
de los últimos pasos del insomnio por la cocina.

Una casa vacía es un fetiche que se profana,
una ventana cerrada que solo deja entrar sombras,
es un verso fielmente intraducible a otro idioma
que no sea el lenguaje de las sábanas.

Uno pone las mismas piezas en otra casilla
con la táctica sencilla de dividir el sueldo,
pero siempre es el mismo tablero, la misma dama.

Una mudanza es un juego violento, un movimiento
de enroque sobre paredes recién afeitadas.

Cada mudanza es un retorno que deja
restos de amargura bajo las uñas,
abalorios heridos de muerte entre las bolsas,
un polvo desolado en el silencio
y la luz tenue de las horas muertas.

Por sutil que sea la mano que mece la pintura,
por bien envueltas que vayan
las lámparas hacia el precipicio,
aunque al salir se cierre la puerta
con mucho mimo y muy despacio,
todas las mudanzas incorporan de serie
las aspereza del tiempo de los abogados.

Cada mudanza es un retorno, un convenio roto
que tenían el futuro y el pasado,
cada mudanza es un retorno al otro sitio inevitable,
ese que ya nadie recordaba,
el tiempo anterior a que un nosotros
fuese un tú y un yo inhabitable.

Testamento

Las palabras vertidas, derramadas,
escanciadas sobre versos
que apenas apagan la sed que me devora,
las miradas perdidas y encontradas,
los gestos dibujados a la sombra
del azar que nos enreda,
todas las horas
que se me espesan en ausencias interminables,
lel nombre imposible de las cosas,
la temperatura silenciosa
a la que me hierven los sueños,
el espacio secreto
al que me llevan tus ojos,
los nervios sofocados,
esta mansedumbre que simula derrota,
el desvelo y el insomnio,
el enjambre de los dedos
que teclean cuando te buscan,
y esta ternura
que nada vale,
es todo lo que puedo dejarte.

Testamento de humo
que se pierde en el aire.

Ojos

Déjame mirarte a los ojos,
que descanse un momento en su nieve,
que me arme de valor de nuevo.

Déjame cortarme con su acero,
traspasar el horizonte de su brillo,
empaparme con su humedad.

No quiero asustarte, tan sólo
atrapar el instante, sobrevivir
al silencio incesante de las palabras,
intentar un malabarismo y mirarte
como si no nos conociéramos de nada.

Quiero saber cómo estoy, déjame
mirarte a los ojos, cuenta hasta tres,
parpadea vigorosamente para ahuyentarme
las mentiras, apriétalos como cuando duele
y entórnalos despues en una playa,
suavemente, méceme entre las olas,
rescátame de los naufragios,
mírame.

Y déjame mirarte aquellos primeros ojos,
los últimos, los que nunca he visto,
los que tienen sed, los risueños.

No te haré perder mucho tiempo, descuida,
una noche, una semana, un abril,
una vida será suficiente,
aprendo rápido.

Libro

Entre las hojas de todos los libros,
como ocurre entre cuerpos que se rozan,
siempre hay más que palabras.

Llevan un tiempo adherido al papel,
como una marca de agua
que solo reconocen las memorias
que tengan doblada la misma esquina
de una página.

Las hojas de este libro,
como un otoño plantado en las cosas,
tienen el suelo repleto de comas
y puntos suspensivos,
de páginas arrugadas por el frío
y la lluvia,
de párrafos que siempre se desnudan
en camas solitarias.

Aún recuerdo
que entre las suaves hojas
de este libro
tuve una flor guardada.

Ahora la busco con el espanto
de encontrarla aplastada
entre palabras que continuan rígidas
como si se sintieran vigiladas,
ahogada en las olas
que agitan un pequeño mar de tinta
o deshecha
entre capítulos sin terminar
de una historia agridulce.

Entre las hojas de todos los libros
siempre hay una flor guardada.

Con el miedo
de haber perdido la vida escribiendo
palabras que siempre serán pasado,
abro el libro, no sé, por cualquier página,
y mientras me leo en sus versos antiguos
me invade la memoria
el aroma sutil
a piel sobresaltada.

Si, mi flor sigue aquí,
y con todas sus espinas intactas.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »