Lo que prende la llama
no es la madera.

Por mucho que los troncos
se retuerzan unos sobre otros,
el fuego no arde.

Ya entonces, cuando tus ojos
se llenaban de frío y mis manos
eran un silencio de bolsillo
y paseábamos en un acto
de terrible imprecisión por las aceras
que a veces nos unen,
lo supimos.

Se rozaban nuestros cuerpos
sin nosotros.

Era la patada en el fondo
de un pulmón abierto que busca superficie.

Los suspiros aquellos
sólo duraban un soplo.

Lo que prende la llama
es el aire. El aire
que circula y que reverbera,
ese que entra frío por las venas
y sale caliente intentando
subir al cielo.

Pero teníamos las ventanas sin mar,
enrejadas contra el viento,
la chimenea mal orientada hacia el mundo.

Cuando cerrábamos la puerta,
la asfixia se nos llenaba de humo
y cada corazón repleto de la tristeza
de seguir soplando a la cenizas.