Cuando empecé a escribir este texto, ya llevaba más de 24 horas sin hablar con nadie.
Bien es cierto que escribí un sms y un correo, y que leí las correspondientes respuestas. Pero no he escuchado mi propia voz.
Es fiesta en el pueblo y, cómo no, hay jaleo de vecinos que suben y bajan a la feria. Más que escucharlos, los oigo como a lo lejos, como el que escucha el ruido del mar mientras lee una novela.
No es tan raro esto que me ocurre. Si eliminamos los saludos protocolarios, las conversaciones banales sobre el tiempo o contestar a la cajera del mercadona que no quiero bolsa, me ha pasado varias veces.
Todos los idiomas tienen una parte dedicada a ese no decir nada que tantas páginas u horas de emisión consume. Tantos encuentros se desmoronan en ese no decir nada que tienen todos los idiomas que, para cuando se tiene mi edad, uno ya es un experto, aun dedicándole poco esfuerzo.
Sin embargo, en esas 24 horas, no he dejado de pensar ni un solo momento, ni siquiera en sueños; aunque esa parte no la puedo demostrar.
Cuando hace unos años me decidí a escribir todo eso que pienso y que nunca le digo a nadie, ni siquiera a ti, sentí cierto alivio.
Pero, curiosamente, ese alivio no consistía en hacerme entender, ni en conseguir respuestas empáticas de los lectores; sino en el simple hecho de sacarlas de mi mente, expulsarlas como sobrante para poder olvidarlas en cuanto que las escribía y dejar paso a las palabras siguientes.
Últimamente ya no. Quiero decir que las suelto como antes, las escribo cuidadosamente, pero no se me van. Se quedan, girando, enmarañándome los pensamientos y la soledad, orbitando a mi alrededor como satélites que me cercan y me vigilan estrechamente, a todas horas, buscando un hueco en mi memoria al que volver.
No tengo teoría al respecto, simplemente te lo cuento por si tú sabes de qué estoy hablando o por qué me pasa esto. No lo sé y, al tiempo que me fascina el cambio, me preocupa.
Sólo sé que, últimamente, escribir se me parece mucho a hablar solo.
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