Paz en la guerra es la mejor manera de lograr
que este mundo de golpes e improperios
no nos suma en una cadencia de Guerra y paz eternas.
En la inercia de no retroceder, tomamos
el impulso con que agravar los males.
Los agravios se hacen pendulares y tropezamos
siempre con la misma piedra filosofal,
como los alquimistas, posesos de razón y de deseos.
En todo arrullo una voz disonante nos alerta
de lo que está por llegar si persistimos
en este juego soberbio del «y yo más».
Dar el brazo a torcer de vez en cuando
nos humaniza y serena.
Yo fui menos desde que acierto a recordar,
¡qué importa! Una palabra amable basta
para abrigar la paz. Un gesto febril y tosco
y gris destempla y conviene a la guerra.
Los insultos tienen alas como los cuervos.
Los insultos atracan como los barcos.
Los insultos son densos como el petróleo.
Los insultos, torbellinos glotones, engullen
lo que encuentran a su paso circular.
Su proa dinamita las aguas. Por su quilla
se desborda el odio y la revancha. Su espolón
arremete contra las fuerzas contrarias,
mientras desde el mascarón la sirena
envenena con su belleza pagana.
Quien detesta la guerra hace el amor, incuba la paz,
habita la paz, la mece y la acrecienta en círculos
concéntricos que derraman más y más paz.
Una paz como un cielo, como una torta de pan,
como un salero que convoque a la gente y
la conserve junto a la mesa puesta bien provista.
Una paz duradera que no pudra las carnes.
Elena Camacho (1964, Santander); Colección de flores raras. Las noches y los días. Itinerario: biblioteca; Ed. Caligrama, 2020
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