Aprendiendo a leer el pasado y el futuro en las líneas de un poema

lágrimas

Lluevo

Lluevo

Lluevo en esta ciudad
envuelto en frío, en aguacero, en noche,
y cuanto toco queda convertido
en una calle solitaria y triste
hecha de casas muertas, y en farolas
de cuyo resplandor nacieran ruinas
y a millones las cruces.
Lluevo sin tregua en todos los rincones,
sobre puertas cerradas y en abiertas
alcantarillas ciegas que se llevan
hasta el mar las estrellas.
Mi corazón es charco y cuando anclan
en él las negras nubes
no pueden ser más náufragas,
y con sólo morirme me confundo
en un luto de pájaros.
Lluevo sobre las ramas
desnudas de los árboles y lluevo
dormido sobre el banco de ese parque
constelado de sueños que mendigan
a las sombras que pasan,
por la mucha tristeza de las cosas
que se acaban.
Y a manos llenas lluevo en el cristal
de la fosca ventana de mi estudio,
y las gotas que lluvian
mi corazón por dentro
son las mismas que bajan y resbalan
trazando bellos signos
que podría leer, si no tuviera
en los ojos mi lluvia tantas lágrimas.

Andrés Trapiello (1953, León, España); de Un sueño en otro (2004). Extraído de La fuente del encanto. Poemas de una vida (1980-2021), Ed. Fundación José Manuel Lara, 2021.

También he llorado

También he llorado

Cuando alguien llora en la calle miramos
en general es una mujer la que llora,
es común verlas pasar llorando
y pensar que alguien le rompió el corazón
que algo le pasó a un hijo, a un padre
que la echaron, que está sensible,
pero nunca a un hombre he visto llorar en la calle
hasta hoy cuando paseaba y junto a mí pasó
un hombre llorando en silencio
caían lágrimas de sus ojos, lágrimas hasta su boca
y le habría tomado la mano,
su mejilla con la mía
y lo habría besado
sin decirle nada lo habría besado.

Milagros Abalo (1982, Chile); Esto es, Ed. Hueders, 2016

Qué difícil resulta separa una a una las capas de la cebolla

Qué difícil resulta separar, una a una, las capas de la cebolla…

Qué difícil resulta separar, una a una, las capas de la cebolla.
Se adhieren entre sí con una fina telilla
que las unifica y conjunta de manera tenaz.
Cuando intentamos separarlas,
las lágrimas acuden a los ojos.

Así el odio se pega de manera indeleble a ciertos corazones
y resulta imposible retirar esa membrana pegajosa
del órgano que la genera
y hace de ella un vínculo con los enamorados de la muerte.

No lamenta su suerte la cebolla,
ni la conmueven nuestras torpes lágrimas.
Un corazón ahogado por el odio,
envuelto en su coraza transparente,
no es más que una cebolla en el mercado,
un vegetal dispuesto a provocar lágrimas.
Da lo mismo la mano que lo roce:
él no hace distinciones, no le incumben,
tiene un destino cierto que cumplir:
aniquilar la vida para que brote el llanto.

No lamenta su suerte la cebolla ni lamenta el odio.
Cumplamos, pues, también nuestro destino
y lloremos con impotencia la desgracia
de ver cómo florecen las cebollas
entre los tristes muros de la patria.

Francisca Aguirre (1930, Alicante- 2019, Madrid, España); La herida absurda, Bartleby, 2006. Extraído de Antología Raíces. Francisca Aguirre, Luisa Castro, Amalia Bautista, Luz Pichel, Ed. Ya lo dijo Casimiro Parker, 2017

Paraguas

Paraguas

Me he comprado un paraguas del color del cielo para albergar todas tus lágrimas. Sólo así tu tristeza más reciente también será mía, y tu dolor ocupará mi sombra.
Puede que aquel paraguas que inventó la forma de calmar los rayos en los días grises no reconozca hoy el tacto de la lluvia y tiemble como un hongo en el olvido.
Puede que un día los nimbos o los cúmulos se nieguen a escurrir todas sus manchas de agua y acaben por secarse con el sol, igual que los lagartos.
Pero el paraguas siempre guardará en silencio la memoria de la lluvia y acogerá en su piel, a un tiempo perfumada y húmeda, las luces de otros rayos: los del sol.
Me gustan los paraguas, pero en casa; colgados del armario, en la cocina, encima del bidé o debajo de la cama pero nunca en la calle. ¿Por qué rayos la gente se pone tan nerviosa y echa a correr cuando llueve un poco? ¿Son tal vez de azúcar? ¿Por qué cuando caen tres gotas toda la gente se ata a su paraguas?
Odio a los que no saben dónde acaba su paraguas; a los que te clavan el mango o la varilla en los riñones, que te lo escurren en los morros, que se echan a volar cuando no pueden con el viento y lo disparan y lo zarandean como tulipanes negros.
Odio a los transeúntes que no vieron nunca a Mary Poppins, que piensan que el paraguas sólo sirve para huir del agua, que en días de tormenta se amotinan en los soportales, que dejan sus paraguas en las papeleras y no se atreven nunca a desplegarlo en casa.
Creo que a las personas se las conoce por sus paraguas: negros para las viudas y los caballeros -quizá más resistentes al humor del agua-, estampados para las solteras, de plástico para los niños, lisos para las universitarias, rojos para los cirujanos, blancos para los curas, verdes para la Guardia Civil, de rayas para los presos, sin tela para los optimistas y de Ágata Ruiz de la Prada para el resto.
Hay paraguas que se abren como flores de invierno, paraguas que se abren como paracaídas, paraguas que se abren por sorpresa, paraguas que no se abren, paraguas para vivos, paraguas para muertos.
Hoy me he comprado un paraguas del color del cielo para albergar tus lágrimas y salir a la calle y decir como Bossa cualquier día: “Bajo la lluvia despliego un mapamundi”.

Raúl Vacas (1971, Salamanca, España); Solar edificable. Antología poética (1996-2020); Editado por la Diputación de Salamanca, 2021.

Nana del desperdicio de la tristeza

Nana del desperdicio de la tristeza

 Al abrigo de la arboleda de Soto del Real
   y cerca de María Fernanda y Emilio Barrachina

Tengo delante de los ojos
el asombro de la arboleda
que me abraza.
Miro los fresnos susurrantes,
 los callados abetos,
los sauces melancólicos
 y no sé bien qué hacer
con el desperdicio intangible
 que llamamos tristeza.
 La tristeza es quizás
 el mejor animal de compañía,
la fiera más doméstica,
 pero también la más hambrienta.
La tristeza es un hueco que nos sigue
y que al menor descuido nos alcanza,
se sitúa delante de nosotros
y nos canta su nana de desdichas,
su lamento de fiera abandonada,
su machacona relación de oprobios,
su quejido de bicho que se empeña
en pegarse a nosotros
 y decirnos
que no la abandonemos
 a su suerte,
que nuestra obligación es adoptarla.
El viejo desperdicio de la pena,
tan opaco y radiante a un mismo tiempo,
nos va reconociendo con su hocico
y nos lame las manos con su lengua
y se acurruca manso a nuestro lado:
conoce palmo a palmo
 el territorio.
Sus lágrimas nos lavan con modestia,
mientras el animal nos sigue terco,
 con la amable seguridad
que da el abismo.

Francisca Aguirre (1930, Madrid, España); Nanas para dormir desperdicios, Ed. Hiperión, 2007

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