Emigrantes
Llegamos al atardecer. Hacía frío.
Había esa luz dorada y como triste que va extendiéndose sobre los sentimientos de quien va buscando la misericordia de la vida.
Mamá nos hablaba con voz frágil colocándose el pañuelo de caballos y monedas, muy sensible, tal vez sentimental, recordando lo que habíamos dejado, con un brillo terriblemente oscuro en las pestañas.
Mi hermano, con sus gafas de niño antiguo y bueno nos miraba, callado, con aquella expresión de asombro y de tristeza que algunos hombres conservan para siempre.
Habíamos bajado del coche –el primer coche rojo que papá se compraba– y habíamos mirado alrededor
translimitando la realidad y la amargura.
Sólo mi padre, aparentando ilusión iba y venía, entusiasmado, de su coche al círculo de mi madre y los niños.
Iba y venía como mágico de la radio a mi cabeza, acariciándola, diciendo:
“Ven, mater amantísima, aquí está nuestro futuro. En este lugar tendremos muchos amigos y seremos felices. Ven.”
Yo, siempre dispuesta a dejarme convencer por la alegría, me fundí en mi padre imaginando el mundo lleno de regalos
que nos esperaba…
Ahora, apenas puedo recordar todos los años tristes lejanos que vinieron.
Éramos un grupo, aquella tarde, de emigrantes perdidos, de fantasmas ingenuos junto a un coche.
Isla Correyero (1957, Cáceres, España); Mi bien. Ed. Visor, 2018
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