El mal poema
En ciertos momentos
resulta útil llevar en el bolso un buen poema malo,
malo o a todas luces mejorable, con indicios suficientes
—un lugar común, rimas facilonas, adverbios de emergencia—
para sospechar de él:
un poema, propio o ajeno, posiblemente malo.
Un poema de almanaque, prefabricado, auxiliar,
con estrofas de fieltro y sin salida
que amontonan palabras manoseadas
como mujeres, árbol, lunas,
memoria, tristumbre, refectorio.
Un poema que parezca una poesía,
una carta de soldado, un chicle pegado a una carpeta,
un ripio catedrático, el tango de un progresista,
falso, previsible, desafinado,
que escondo y uso a solas
como un pedazo esculpido de látex.
Un texto de una noche,
que se pierda, que se pudra, que caduque,
un poema de papel
donde poder limpiarme las lágrimas,
las gafas, la cicatriz, el semen.
Palabras de amor donde el amor no quepa.
Este poema
u otro,
uno cualquiera,
de bote, temporero, de pared,
vital y fucsia como todos los poemas malos,
urbano y quejumbroso como todos los poemas malos,
malo como todos los poemas que ganan un certamen.
Pero práctico y de efectos inmediatos,
plegable y extensivo,
sobre el que sentarme a merendar en la era
o guarecerme de la nube que descarga de improviso.
Un poema feo, gastado, utilitario,
lima, abanico, naipe, encendedor,
una rampa, una navaja, un pasamanos.
Un poema
color carne
con que embridarme el pecho esta mañana
donde curar con sal aceitunas negras
y lavar a mi padre cuando ya no se valga.
Carmen Camacho (1976, Jaén, España); extraído de (TRAS)LÚCIDAS. Poesía escrita por mujeres (1980-2016), Bartleby editores, 2016.
Magnífico.